-Interesante desde un punto de vista químico -contesté-, pero,
en cuanto a su aplicación práctica...
-Por Dios, se trata del más útil hallazgo que en el campo de la
Medina Legal haya tenido lugar durante los últimos años. Fíjese: nos proporciona
una prueba infalible para descubrir las manchas de sangre. ¡Venga usted a
verlo!
Era tal su agitación que me agarró de la manga de la chaqueta,
arrastrándome hasta el tablero donde había estado realizando sus
experimentos.
-Hagámonos con un poco de sangre fresca -dijo, clavándose en el
dedo una larga aguja y vertiendo en una probeta de laboratorio la gota manada de
la herida.
-Ahora añado esta pequeña cantidad de sangre a un litro de
agua. Puede usted observar que la mezcla resultante ofrece la apariencia del
agua pura. La proporción de sangre no excederá de uno a un millón. No me cabe
duda, sin embargo, de que nos las compondremos para obtener la reacción
característica.
Mientras tal decía, arrojó en el recipiente unos pocos
cristales blancos, agregando luego algunas gotas de cierto líquido transparente.
En el acto la mezcla adquirió un apagado color caoba, en tanto que se posaba
sobre el fondo de la vasija de vidrio un polvo parduzco.
-¡Ajá! -exclamó, dando palmadas y alborozado como un niño con
zapatos nuevos-. ¿Qué me dice ahora?
-Fino experimento -repuse.
-¡Magnífico! ¡Magnífico! La tradicional prueba del guayaco
resultaba muy tosca e insegura. Lo mismo cabe decir del examen de los
corpúsculos de sangre... Este último es inútil cuando las manchas cuentan arriba
de unas pocas horas. Sin embargo, acabamos de dar con un procedimiento que actúa
tanto si la sangre es vieja como nueva. A ser mi hallazgo más temprano, muchas
gentes que ahora pasean por la calle hubieran pagado tiempo atrás las penas a
que sus crímenes les hacen acreedoras.
-Caramba... -murmuré.