-¿Y dice usted que no estudia medicina?
-No. Sabe Dios cuál será el objeto de tales investigaciones...
Pero ya hemos llegado, y podrá usted formar una opinión sobre el personaje.
Cuando esto decía enfilamos una callejuela, y a través de una
pequeña puerta lateral fuimos a dar a una de las alas del gran hospital.
Siéndome el terreno familiar, no precisé guía para seguir mi itinerario por la
lúgubre escalera de piedra y a través luego del largo pasillo de paredes
encaladas y puertas color castaño. Casi al otro extremo, un corredor abovedado y
de poca altura torcía hacia uno de los lados, conduciendo al laboratorio de
química.
Era éste una habitación de elevado techo, llena toda de frascos
que se alineaban a lo largo de las paredes o yacían desperdigados por el suelo.
Aquí y allá aparecían unas mesas bajas y anchas erizadas de retortas, tubos de
ensayo y pequeñas lámparas Bunsen con su azul y ondulante lengua de fuego. En la
habitación hacía guardia un solitario estudiante que, absorto en su trabajo, se
inclinaba sobre una mesa apartada. Al escuchar nuestros pasos volvió la cabeza,
y saltando en pie dejó oír una exclamación de júbilo.
-¡Ya lo tengo! ¡Ya lo tengo! -gritó a mi acompañante mientras
corría hacia nosotros con un tubo de ensayo en la mano-. He hallado un reactivo
que precipita con la hemoglobina y solamente con ella.
El descubrimiento de una mina de oro no habría encendido placer
más intenso en aquel rostro.
-Doctor Watson, el señor Sherlock Holmes -anunció Stamford a
modo de presentación.
-Encantado -dijo cordialmente mientras me estrechaba la mano
con una fuerza que su aspecto casi desmentía-. Por lo que veo, ha estado usted
en tierras afganas.
-¿Cómo diablos ha podido adivinarlo? -pregunté, lleno de
asombro.
-No tiene importancia -repuso él riendo por lo bajo-. Volvamos
a la hemoglobina. ¿Sin duda percibe usted el alcance de mi descubrimiento?