No tenía en Inglaterra parientes ni amigos, y era, por tanto,
libre como una alondra -es decir, todo lo libre que cabe ser con un ingreso
diario de once chelines y medio-. Hallándome en semejante coyuntura gravité
naturalmente hacia Londres, sumidero enorme donde van a dar de manera fatal
cuantos desocupados y haraganes contiene el imperio. Permanecí durante algún
tiempo en un hotel del Strand, viviendo antes mal que bien, sin ningún proyecto
a la vista, y gastando lo poco que tenía, con mayor liberalidad, desde luego, de
la que mi posición recomendaba. Tan alarmante se hizo el estado de mis finanzas
que pronto caí en la cuenta de que no me quedaban otras alternativas que decir
adiós a la metrópoli y emboscarme en el campo, o imprimir un radical cambio a mi
modo de vida. Elegido el segundo camino, principié por hacerme a la idea de
dejar el hotel, y sentar mis reales en un lugar menos caro y pretencioso.
No había pasado un día desde semejante decisión, cuando,
hallándome en el Criterion Bar, alguien me puso la mano en el hombro, mano que
al dar media vuelta reconocí como perteneciente al joven Stamford, el antiguo
practicante a mis órdenes en el Barts. La vista de una cara amiga en la jungla
londinense resulta en verdad de gran consuelo al hombre solitario. En los viejos
tiempos no habíamos sido Stamford y yo lo que se dice uña y carne, pero ahora lo
acogí con entusiasmo, y él, por su parte, pareció contento de verme. En ese
arrebato de alegría lo invité a que almorzara conmigo en el Holborn, y juntos
subimos a un coche de caballos..
-Pero ¿qué ha sido de usted, Watson? -me preguntó sin embozar
su sorpresa mientras el traqueteante vehículo se abría camino por las pobladas
calles de Londres-. Está delgado como un arenque y más negro que una nuez.
Le hice un breve resumen de mis aventuras, y apenas si había
concluido cuando llegamos a destino.
-¡Pobre de usted! -dijo en tono conmiserativo al escuchar mis
penalidades-. ¿Y qué proyectos tiene?
-Busco alojamiento -repuse-. Quiero ver si me las arreglo para
vivir a un precio razonable.
-Cosa extraña -comentó mi compañero-, es usted la segunda
persona que ha empleado esas palabras en el día de hoy.