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Se despertó nuevamente, casi no podía abrir sus ojos. ¿Dónde estaba? Parecía un pueblo o quizás era su pueblo... Nunca estaba consciente el tiempo necesario para saber si lo que veía era o no un sueño. Sus momentos de lucidez eran erráticos.
Ahora sentía que era arrastrada de una pierna... No podía hacer nada, su cuerpo no respondía a sus órdenes. ¿A dónde la llevaba? ¿Por qué la trataba tan mal después de haberla cargado suavemente todo el trayecto? El hedor la golpeó con ferocidad, era una mezcla acre de excrementos y carne putrefacta. Escuchó gruñidos y rugidos. No entendía nada, apenas podía abrir sus ojos para ver lo que la rodeaba. Lo primero que distinguió fueron los enormes colmillos en las fauces de las fieras. El miedo la espabiló brutalmente y le dio fuerzas para arrastrarse hacia atrás sobre su espalda impulsada por los talones. Su cuello chocó con algo y por arriba suyo vio pasar unos pedazos de carne. Los animales se abalanzaron sobre su nuevo objetivo y comenzaron a despedazarlo. Sus bocas chorreaban baba y sangre. Giró su cabeza y vio al hombre que había lanzado la comida. El mismo miedo que la había despertado la desvaneció.


La conciencia volvió a ella lentamente, de a poco recobró el sentido de su cuerpo. Estaba recostada sobre un costado en un suelo de piedra, se sintió agarrotada y con todos los músculos doloridos. Abrió los ojos y recorrió el lugar con la vista, estaba metida en un cuarto pequeño sin ventanas, más que una habitación parecía un armario grande o una pequeña despensa. Un hilo de luz se filtraba bajo la puerta y dejaba ver lo poco que había en la habitación. Su cuerpo ocupaba casi todo el lugar. En una esquina a sus pies había una bacinilla.
Con esfuerzo logró sentarse apoyando la espalda contra la pared, un poco de revoque cedió bajo su presión y se desmoronó. La cabeza le dolía como si se la hubieran machacado y su cuerpo entumecido le pasaba factura por cada movimiento que hacía.
¿Dónde estaba? No recordaba cómo había llegado a ese lugar. Todo parecía un mal sueño, sólo esperaba despertarse y encontrarse en su cama, en su palacio, en su reino. Se pellizcó pero no pasó nada, debería asumir que ahora esa era su realidad. Aún seguía viva, los dioses la habían salvado dándole una nueva oportunidad para saldar sus deudas y cumplir con las esperanzas de su madre. “Sálvate, vive y cumple con la profecía” le había pedido antes de dejarla en sus aposentos e ir a reunirse con el Consejo en las puertas del palacio para parlamentar con los invasores. Ahora Epifanía se avergonzaba de haber deseado morir echando por tierra todos los sacrificios de la gente que había dado su vida para defenderla.
El ruido de la puerta la sacó de sus cavilaciones, ésta se abrió con un chillido y apareció la sombra de una persona. Instintivamente Epifanía tapó sus doloridos ojos con el brazo para protegerlos de la brillante luz que ingresaba, tardó un momento en acostumbrarse a ella. Un hombre delgado, un poco viejo y casi pelado se le acuclilló al frente y le brindó una desdentada sonrisa con los únicos dos dientes frontales que le quedaban en la hilera inferior. Con un gesto afable le extendió un plato con sopa.
Epifanía lo tomó pero casi se le cayó de las manos, estaba tan débil que no podía sostenerlo. El hombre la ayudó dándole cucharada tras cucharada mientras le conversaba en un idioma inentendible. Ella apenas podía tragar, sentía la boca amortiguada y le raspaba la garganta.
A Epifanía ya no le cabían dudas, se le había hecho realidad su peor pesadilla, había llegado a los reinos del Norte.
Cuando acabó de comer el hombre le ató las muñecas un poco separadas a la espalda, lo que le daba cierta libertad para hacer uso de la bacinilla, y le puso una mordaza. Retiró el cuenco y trabó nuevamente la puerta por fuera.
Como el lugar era estrecho se sentó con las piernas cruzadas, dejó caer la cabeza contra la pared a su espalda y cerró los ojos. ¿Qué hacer? Aún se encontraba débil y apenas se mantenía consciente, de pronto las palabras del soldado cruzaron por su recuerdo. “Todo cambia, todo cambia, mañana no será como hoy”. Bien, por ahora esperaría el mañana y aprovecharía lo que le brindara el hoy.
En ese sucucho en el que estaba metida los días y noches se sucedieron mezclados entre su vaga conciencia y el ruido de las bestias en el exterior. Epifanía se enteraba del paso del tiempo por las veces que el hombre le traía comida. Con los iom empezó a mejorar. A pesar de estar cautiva, atada y amordazada, agua y comida no le faltaban.

 
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Epifanía de Samás: La Tabla de la Ley y el Corazón Escarlata de la Sabiduría Infinita de Carolina Inés Valencia Donat   Epifanía de Samás: La Tabla de la Ley y el Corazón Escarlata de la Sabiduría Infinita
de Carolina Inés Valencia Donat

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