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Los mercaderes ataron las cadenas que sujetaban los collares a las palmeras e hicieron armar sus carpas. Esa noche fue muy grata, Epifanía pudo dormir sobre el verde pasto del oasis en vez de la áspera arena del desierto que se colaba entre el cuello y el collar raspándole la piel. El cielo cuajado de estrellas sobre el perfil de las palmeras era un espectáculo único y maravilloso. Epifanía se dio cuenta que debía calcular dónde se encontraba, quizás algún iom podría desandar el camino y regresar a su hogar ¡Qué gran ilusión! Su ciudad estaba destruida y ella pensaba en volver. “La esperanza es lo último que se pierde” le había dicho alguna vez su madre y estaba muy acertada. Ella, a pesar de su sombrío porvenir, albergaba la esperanza de regresar. Aprovechó su estancia en el oasis para mirar las estrellas y realizar los cálculos necesarios para obtener su posición con respecto a Samás. Ella observaba cómo su compañero miraba intrigado sus anotaciones en la tierra. Claro, si él era de Kandás lo más probable era que ignorara lo que ella estaba haciendo, las ciencias no eran el punto fuerte de esos pobladores. De vez en cuando el soldado sufría la incursión de los niños del oasis, ellos se acercaban al grupo a hurtadillas e hincaban al joven con un palo como quien toca una alimaña con miedo a que le pique. El soldado se removía en sus cadenas aparentando estar a punto de perseguirlos y ellos ponían sus pies en polvorosa. Entonces una sonrisa de satisfacción se dibujaba en los labios del joven. La travesura de los pequeños lo divertía. Parecía disfrutar de la presencia de los chicos. Otras veces los pequeños se acercaban subrepticiamente y arremetían contra él con una ráfaga de piedritas y dátiles como si fuera un blanco. El hecho que el joven estuviese siempre atado con sus manos a la espalda le daba un aire peligroso haciéndoles más osada su travesura. Entonces era Epifanía o algún comerciante quien intercedía para que dejaran de molestarlo aunque él no mostrara enfado hacia los niños. Los comerciantes se quedaron en el oasis durante una shavua para juntar víveres. En ese tiempo los prisioneros pudieron reponer en algo sus energías aunque para ellos el descanso duró lo mismo que un suspiro. Una vez cumplido el plazo la caravana se puso en marcha y siguió avanzando hacia el Norte. Epifanía de vez en cuando debía hacerle la seña de peligro a su compañero indicándole que venían los comerciantes a revisar al grupo, al menos pretendía que agachara la cabeza. Cuando él cruzaba su furibunda mirada con la de sus captores recibía algunos azotes de castigo. En esos iom al joven dejaron de darle la ración de alimentos. Epifanía suponía que los comerciantes pretendían debilitarlo para evitar que causara problemas. El soldado tenía una mirada que traslucía su mortal odio hacia los mercaderes. Ella intentó compartir su ración con él pero el joven no la dejó. “Mucho orgullo y poca inteligencia ?pensaba?, se hizo quitar la ración de comida, ahora debe estar hambriento... No entiendo cómo aguanta... ¡Debe haber sido un soldado muy bien entrenado! Yo ya no doy más... Tampoco entiendo cómo es que sigo viva, ¡oh, dioses! ¿Fue tan grande mi pecado que todo lo que he vivido hasta ahora no alcanza para pagarlo? Ver muerto al amor de mi vida, a mis padres, ver arrasado mi pueblo, ver partir a mi amiga a un destino incierto, peregrinar como prisionera en el desierto pasando hambre y sed... ¿No alcanza ese castigo?” ?Epifanía tenía su espíritu cada vez más derrotado. En su angustiosa marcha hacia la esclavitud, mirara donde mirara lo único que veía eran las imperecederas dunas de arena que debía cruzar y el dolor, un dolor agudo y palpable en cada rostro de sus compañeros de desgracia. Empezó a envidiar a los prisioneros decapitados. ¡La espada era tan rápida y silenciosa! La estaban abandonando las ganas de vivir, tenía una fuerte sensación de indefensión y desesperanza. “Ellos ya habrán cumplido sus designios y purgado sus faltas ?pensaba?. ¡Qué buena manera de morir!, sin torturas ni castigos... ?Su mente volaba hasta el recuerdo de ese esclavo que había visto sufrir?. ¿Será eso lo que me espera? ¿Qué designios tienen los dioses para mí? Es imposible que haya algo peor a lo que estoy viviendo.... Ya no puedo caminar... Ya no puedo... No puedo...”. Su mente comenzó a delirar: se encontraba en el palacio, riéndose con Suemy de alguno de sus pretendientes. Entraba Séfora y comenzaba a peinarla ahuecando sus rizos para que no se desarmaran... Mejor se daría un baño, le debía encargar esa tarea a Chiba para que le llenara la tina con agua. Agua. ¡Agua! ¡Necesitaba beber! Necesitaba agua... Siguió avanzando siguiendo a ciegas al prisionero delante de ella, un pie tembloroso delante del otro. Todo le daba vueltas, apenas si podía dar un paso más, se tropezó y cayó sobre la arena ardiente... Ya no quería levantarse, estaba extenuada, sentía el calor que la envolvía... La muerte le extendió sus brazos con promesas de descanso. Pronto llegarían los comerciantes y la decapitarían. Casi deseaba que fuera así. Quizás entonces el dolor no la tendría deshecha en todo momento, con el corazón retorcido por un puñal de angustia que parecía que jamás se quitaría. El mercader se acercó y le dio la orden de incorporarse, ella ya lo escuchaba lejos, muy lejos. Las voces entraban y salían de su cabeza pero le dolía tanto intentar concentrarse que al final desistió, por fin moriría. La muerte le ofrecía la reconfortante liberación de todo dolor, esfuerzo, preocupación, de todo miedo. La dicha invadió su alma... Ahora se encontraba en un sitio que destilaba tanta paz que el corazón le dolía de anhelo. Quizás los dioses recibirían su energía y podría encontrarse con Eitan, con sus padres y sus seres queridos... Y si no fuera así, ya no le importaba. Todo había finalizado para ella.
“¿Por qué sigo escuchando ruidos?” ?Entreabrió los ojos. El día agonizaba en profundos tonos rojizos. “¿Qué pasó? ¿Por qué no estoy muerta?” ?se preguntaba. Se sentía flotando, todo le daba vueltas. Una vez más se hundió en la bendita inconsciencia. Epifanía parecía ir y venir meciéndose por los límites de la razón. No tenía forma de saber cuánto tiempo había pasado. Tampoco lograba abrirse camino hasta la conciencia total. Cada vez que lo intentaba escuchaba una voz, quizás algunas palabras. No sabía si todo formaba parte de la misma pesadilla o de alguna distante realidad. Se obligó a volver en sí aunque le doliera. Sintió que la cargaban, miró para el costado y vio la cara del soldado... La estaba transportando en sus brazos... ¿Por qué? ?Yo quería... ?Epifanía no pudo terminar la frase, su cargador la hizo callar. ?Shhhh, todo cambia... todo cambia... mañana no será como hoy... todo cambia ?le dijo al oído en un susurro. Sus palabras retumbaron en su conciencia y quedaron grabadas. Ella volvió a perder el conocimiento. Prefería encerrarse en las tinieblas de la nada en vez de asumir el dolor de su propia existencia. Epifanía volvía en sí cuando sentía el líquido fluyendo por su garganta, ahora era el joven quien le ayudaba a beber en los momentos de descanso, también le daba la magra comida en la boca. La estaba cuidando. ¿Por qué? Ella lo único que deseaba era morir, ¡morir!, simplemente morir antes de llegar a los reinos del Norte. No quería terminar como el esclavo de Saddam. De a ratos retomaba la conciencia, intentaba hablar, explicarle que la abandonara para que muriera en paz, que su intención era perecer allí, pero su cargador volvía a callarla y a repetirle: ?Todo cambia... todo cambia... mañana no será como hoy... todo cambia. El resto del viaje por el desierto pasó entre sueños y la bruma de la inconsciencia. Su debilidad la sumía en la nada. En los breves momentos de lucidez podía darse cuenta que el paisaje no era el mismo, ya no estaban en el mar de dunas sino en una desolada llanura que se extendía interminable bajo un sol implacable donde el viento levantaba la arena que corría al ras del suelo y golpeaba inclemente los pies. En algún momento escuchó que habían estado en una tormenta de arena, pero no podía asegurar si era verdad o sólo el fruto de su delirio.
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Consiga Epifanía de Samás: La Tabla de la Ley y el Corazón Escarlata de la Sabiduría Infinita de Carolina Inés Valencia Donat en esta página.
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