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En el trayecto Epifanía lo observaba, con su cuerpo atlético muy bien formado: torso amplio, hombros anchos, músculos esculpidos y cintura estrecha, se notaba que había hecho ejercicios durante mucho tiempo. Su complexión física era envidiable en comparación con otros prisioneros. Tenía bellos ojos color miel claro, más bien tirando a verdes?si, definitivamente, eran casi verdes?, que reflejaban odio y furia. Su cabello, muy enmarañado, era rizado color castaño dorado. Una barba crecidita de finos bellos le cubría las mejillas y el mentón. Era un joven muy apuesto, pero demasiado engreído para su gusto. “El orgullo es un pecado, los dioses lo castigarán por ello” ?pensó Epifanía. Mirando al joven recordaba sus sueños de hacía poco tiempo atrás, había esperado poder casarse con Eitan, eso era lo que cada iom le había rogado a sus dioses. Ahora, ¿para qué seguir ilusionándose? Todo había acabado... Eitan estaba muerto y ella sería una esclava. En menos de un jodesh su vida había dado un vuelco terrible. La mañana del veintidosavo iom de marcha los comerciantes no repartieron nada para comer, sólo les acercaron un cuenco con agua, el hambre se notaba hacía rato pero ahora no había con qué engañarlo... Ese iom Epifanía se sintió sumamente desgraciada. Extrañaba los banquetes que daban en palacio. ¡Pensar que comía poco para no engordar! ¡Qué bien le hubiera venido tener un poco de grasa en esos momentos! Las largas caminatas y la falta de alimento suficiente la estaban llevando a una flacura increíble, ya podía contarse las costillas sin necesidad de tocarlas. La comida adquirió una importancia crucial en esos iom, torturándola a lo largo de las interminables horas de marcha. El hambre le devoraba el estómago y la sed le desgarraba la garganta. Por casi una shavua los esclavos caminaron penosamente por el desierto, sin comida ni agua. A los comerciantes se les habían acabado los víveres y cada vez caían más seguidos. Sus captores optaban por la misma solución, desengancharlos de la fila y decapitarlos. La codicia de los mercaderes había sido enorme, habían comprado más esclavos de los que podían alimentar. Ahora la caravana avanzaba dejando un rastro de muertos. Los sobrevivientes cargaban con muchos grilletes libres entre ellos que pesaban demasiado para la debilidad que presentaban, al final los comerciantes los reagruparon en menos filas. Pusieron a un hombre bajo delante de ella. Por las carnes colgantes de su cuerpo se notaba que había sido regordete. Sollozaba continuamente y eso la deprimía aún más. Finalizando la cuarta shavua de marcha, cada aliento, cada pensamiento coherente era una lucha. Requería de toda su concentración poner un pie delante del otro. Al llegar a la cresta de una duna, distinguió el oasis. Un espejo de agua que destellaba bajo la luz del sol de la tarde rodeado por numerosas palmeras y hermosa vegetación. El espectáculo era maravilloso. Epifanía puso la mano como visera para protegerse los ojos del sol, sospechaba que fuese un espejismo porque las ondas de calor lo transformaban todo, pero mirando los rostros de sus compañeros intuyó que no podía ser su imaginación. Hasta el último de los esclavos tenía la misma visión. Sacaron fuerzas de donde no las tenían y comenzaron a caminar más rápido. Todos estaban desesperados por llegar a la laguna y calmar, al menos, la sed. Epifanía, como ofrenda a sus dioses para lavar sus pecados, ayudó primero a su joven amigo a beber. Aunque sedienta, esperó a que él terminara para hacerlo ella. Una suave fragancia floral envolvió a la muchacha a medida que se adentraban en el oasis y se dirigían a unos tenderetes y casetas de claros colores que albergaban a los habitantes del lugar. Un grupo de niños curiosos se les acercó para ver mejor a los prisioneros. Los comerciantes les dijeron dos palabras y la banda huyó despavorida.
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