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Era triste ver a ese grupo de prisioneros, estaban abatidos, todos sucios, hambrientos y sedientos. Caminaban en el más absoluto silencio, de vez en cuando se escuchaba algún sollozo. El sol quemaba sus cabezas y los grilletes les laceraban la piel. Epifanía oteó la inmensidad de desierto sin descubrir más que dunas y más dunas. Los pies se le hundían en la arena ardiente y se le estaban ampollando. Para no ser un peso al que debiera arrastrar su compañero de adelante se obligaba a avanzar con gran fuerza de voluntad concentrándose en un paso a la vez. Le dolían espantosamente las piernas por los pronunciados ascensos y los abruptos descensos. Estaba cansada de caminar y recién era el primer iom. Todos marchaban con la cabeza gacha. ¿Todos? No, el joven soldado detrás de ella iba con la cabeza erguida. De vez en cuando cruzaba su mirada con la de sus captores y ellos lo castigaban por su arrogancia. Sus ojos solo mostraban desprecio y furia, una furia pura, mortal y desatada. “¿Qué le pasa? ?Pensaba Epifanía?¿Habrá perdido el juicio? Se va a hacer matar por orgulloso... Para peor por pegarle a él terminan golpeándome también... Tengo tanta hambre y sed.... Agua... Hay, ¡cómo extraño las fuentes del palacio!”. Ese iom fue la primera vez que vio desplomarse a un cautivo, un hombre mayor... No pudo resistir la marcha y terminó en el suelo. La solución de los comerciantes le pareció atroz: desengancharon al prisionero y lo decapitaron. La escena la hizo descomponer, las arcadas brotaron de lo más profundo de su ser pero no tenía qué devolver. Se obligó a respirar hondo para calmarse, para intentar recomponerse, pero el aire entraba en pequeñas bocanadas que no alcanzaban sus pulmones. Se estaba ahogando de la impresión. Quería dejar de mirar el cadáver, pero estaba paralizada, la imagen de la sangre tiñendo de rojo la arena la tenía impactada. No atinaba a reaccionar. Un muro de piel tostada ocultó la desagradable imagen y el aire comenzó a fluir de nuevo dentro de ella. Recobrándose de la impresión levantó la vista a través del fuerte torso hasta encontrarse con la compasiva mirada del soldado. Ella quería darle las gracias pero no hubo tiempo de nada, los comerciantes reanudaron la marcha y golpearon al joven para que caminara. Cuando el sol se encontró en su cenit los comerciantes pararon, armaron carpas para ellos y unos toldos improvisados donde les permitieron a los prisioneros sentarse en las pequeñas islas de sombra que proyectaban. Todos estaban apiñados y acalorados pero quedar bajo el ardiente sol era una peor opción. La pausa no duró mucho, aún estaba muy cansada cuando les obligaron a seguir la marcha. La arena, el sol, el sudor, la fatiga, la sed y el hambre la abrumaban. Su mente comenzó a divagar. Se imaginó libre de los grilletes que le ataban las muñecas y la garganta. El calor del desierto le estaba afectando terriblemente su cordura. Esa noche dieron la voz de alto cuando la luna llena ya estaba bien subida sobre el horizonte. Epifanía se desplomó de cansancio. Sus piernas, temblorosas, le dolían tanto como el alma. No sabía si tenía más hambre que cansancio o más cansancio que hambre. Se obligó a estar despierta hasta terminar la comida. ¿En qué momento se durmió? No se dio cuenta, pero cuando amaneció y los comerciantes se acercaron a despertarlos estaba acurrucada pegada al cuerpo del soldado. Fue un momento embarazoso. Epifanía nunca había dormido cerca de ningún hombre y cuando se cruzaron sus miradas su rostro se tiñó de rojo. Rápidamente se apartó de su cálido cuerpo arrebujándose en su manto. El joven levantó levemente sus hombros y removió sus manos en sus cadenas como explicándole que no le molestaba y que en su situación no podría hacerle daño. Epifanía le devolvió una sonrisa agradecida. Al cuarto iom de marcha su joven compañero estaba muy desmejorado, tenía los labios agrietados, los ojos hundidos y caminaba zigzagueando, no lo había visto comer ni tomar nada en todo ese tiempo, debía estar hambriento y deshidratado pero su orgullo era tan enorme que con gran esfuerzo mantenía la cabeza en alto. Epifanía sintió lástima esa noche cuando pararon y les dieron el alimento. Sin decir nada le ganó de mano al otro prisionero y tomó la ración del soldado. Él estaba sentado con las piernas cruzadas y sus brazos aprisionados, miró su accionar con indiferencia, suspiró y cerró sus ojos. Cuando sintió el cuenco en sus labios se sorprendió, reaccionó tirándose levemente hacia atrás y la miró. Lentamente Epifanía le dio a beber en los labios y le puso comida en su boca, el joven comenzó a comer. “¡Está hambriento! ?pensó Epifanía?No quiere comer del piso el muy orgulloso”. Terminó de darle la ración y le sonrió. ?¿Cómo te... ?al joven no le dieron tiempo a preguntar por su nombre porque un látigo se le estrelló en su espalda dejándole escapar un gemido de dolor. Otros comerciantes se acercaron rápidamente y lo castigaron sin piedad con sus fustas y látigos. Epifanía se apartó todo lo que la cadena que la unía a él le dejaba, en medio del castigo propinado al soldado ella ligó un fustazo fortísimo que la hizo gritar. Su brazo le dolía donde había recibido el golpe, era la primera vez que la maltrataban así, la habían criado entre almohadones y caricias, jamás pensó que podía ser tan espantoso. Ella estaba sobándose el brazo con la mano cuando por fin terminaron de castigar a su compañero de desgracias. El joven había soportado el castigo hecho un ovillo sobre la arena recibiendo los azotes sin gritar ni pedir clemencia, cuando pararon él se sentó y los miró con odio sin una mueca de dolor. Su piel desnuda mostraba líneas rojas por todos lados. ¡Cuán duro era su compañero! Habiendo probado lo que podía hacer un azote estaba asombrada por la resistencia del soldado. Cuando se retiraron los comerciantes él se fijó en ella y en su brazo marcado, la miró apenado por el sufrimiento que le había causado. Ella se le acercó, le limpió la arena adherida a su rostro por el sudor y apartó algunos mechones pegados a su frente. ¿Qué más podía hacer por él? Desde ese momento ella se ocupó de alimentarlo. A él, bajo ninguna circunstancia, le desataban sus manos. Ella pensó que ayudando a su compañero pagaría parte de sus pecados y podría remediar en algo tanto mal que había causado. Al iom siguiente, el cautivo delante de ella amaneció muerto. ?Escorpión ?atinó a decir el soldado antes de recibir tres fuertes golpes en su espalda por parte de uno de los comerciantes parado detrás de él, en quien ninguno de los dos había reparado por estar mirando el cadáver. El joven soportó el castigo sin un gemido poniendo los ojos en blanco con expresión de “tendría que habérmelo esperado”. Se removió en sus cadenas haciendo ademán de atacar y el comerciante, un jovencito que estaba aprendiendo el oficio, se retiró rápidamente asustado. El soldado esbozó una sonrisa de triunfo. Acababa de amedrentar a su carcelero sin tener siquiera posibilidades contra él. Epifanía lo miró divertida. El buen rato duró un suspiro pues cayó en cuenta que el desierto tenía más peligros que los que había imaginado. Por la noche debería envolverse bien en el manto para no dejar entrar alimañas bajo su ropa. Si bien dormir hasta ese momento había sido incómodo ahora, teniendo que cuidarse de los animales ponzoñosos, iba a ser casi imposible. Ayudó a su compañero a alimentarse y comió también ella. Mientras le ajustaban nuevamente los grilletes a sus muñecas se fijó en sus pies, estaban tan lastimados que le dieron ganas de llorar, pero hacía rato que se había quedado sin lágrimas. Los látigos pronto marcaron el momento de partida. Iba a ser un iom tan duro como el anterior. Cuando se incorporó miró el paisaje, era una desolación de tal belleza que partía el alma, las dunas doradas con crestas amarillo granate iban descubriéndose bajo la luz rojiza del alba. Echó su cabeza hacia atrás y permitió que el tibio aire del amanecer acariciara su rostro. Hinchó sus pulmones y decidió disfrutar de ese momento aunque fuera mínimo. ¡Ya vendrían tiempos más aciagos!
Habían estado caminando cerca de tres shavua y cada vez eran menos los prisioneros vivos, a medida que más y más morían dejó de afectarla la salvaje rutina de decapitación de los comerciantes, como si su espíritu fuera haciéndose insensible a tanta violencia. A esas alturas quedaban sólo un poco más de la mitad. Durante ese tiempo, a fuerza del silencio impuesto por sus captores, ella y el joven a quien alimentaba iban creando un lenguaje de señas, bastante disimulado para no llamar la atención de los comerciantes. Ahora eran casi cómplices silenciosos, caminaban codo a codo en los llanos y en fila en las bajadas y subidas.
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Consiga Epifanía de Samás: La Tabla de la Ley y el Corazón Escarlata de la Sabiduría Infinita de Carolina Inés Valencia Donat en esta página.
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