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“¿Por qué, dioses, por qué tanto daño? ¿No bastaba sólo matar al príncipe en un accidente? ¿Era necesario este nivel de atrocidad? ?se preguntaba?¿Por qué? Yo nunca desee tanto mal, sólo la muerte de una persona... Además, tanta gente sufriendo. ¿No podían haberme castigado sólo a mí por mis mal intencionados ruegos?” ?se cuestionaba. Según sus creencias, los dioses pedían que las malas y buenas acciones se emparejaran para que, al morir, la energía del difunto se juntara con la de ellos. Su mayor pecado había sido desearle la muerte a su prometido y se había cumplido. Ahora le tocaba saldar esa deuda. El látigo dio la orden de partida y comenzaron la lúgubre caminata hacia el Norte por el desierto. Epifanía tenía su vacua mirada clavada en la nuca del prisionero delante de ella. “¿Por qué? ¿Por qué? ¡Por qué!” eran las únicas palabras que llenaban sus pensamientos. Al avanzar sólo se escuchaba el tintineo de las cadenas y el sonido del látigo cayendo sobre algún pobre infeliz. Los prisioneros tenían prohibido hablar, cualquier sonido era duramente castigado por los comerciantes. Caminaron poco rato porque empezaba a anochecer. El sol calcinante del desierto se perdía tras las dunas tiñéndolas de carmín y dorado. El frío de la noche ganaría terreno rápidamente. Los mercaderes detuvieron la marcha y los cautivos pudieron sentarse. Epifanía cayó pesadamente sobre la arena, sus piernas le temblaban por el esfuerzo. Sabía que al iom siguiente sería peor, seguramente caminaría desde el amanecer. Mientras retomaban aliento los comerciantes hicieron levantar sus carpas y encender hogueras a los porteadores de los carruajes. Epifanía, con sus brazos rodeando sus rodillas flexionadas sobre el pecho, se cubrió con el manto, el aire empezaba a tornarse frío nuevamente. Recordó las noches pasadas y ésta se le antojó que sería peor. Las hogueras de los comerciantes dieron algo de luz extra a la noche y el aroma a comida le inundó la nariz abriéndole el apetito. Hacía tres iom que no probaba bocado, un dolor agudo se le instaló en la boca del estómago y sus tripas rugieron tan fuerte que más de uno se dio vuelta a mirarla. “¿Nos darán de comer?” ?se preguntó. Su respuesta no se hizo esperar mucho, unos comerciantes pasaron entre los esclavos soltándole uno de los grilletes de sus muñecas para que pudieran tomar un cuenco con comida y agua que ofrecían los sirvientes que venían detrás de ellos. El menjunje del cuenco tenía un aspecto poco prometedor pero con el apetito que tenía no podía hacerle asco. Ella estaba acostumbrada a comer poco, a apenas mordisquear la comida sin satisfacer su apetito del todo. “Una princesa no debe atiborrarse de comida”, le había repetido hasta el cansancio su institutriz, “una princesa siempre debe quedarse con algo de hambre” le había enseñado. Pero lo que veía en el cuenco era ridículo, una porción tan pequeña que no serviría para satisfacer a nadie, ni siquiera a ella, ni darle energías para encarar la dura caminata que estaban obligándoles a realizar. Miró a su alrededor, nadie se quejaba y era mejor que ella tampoco lo hiciera. Tomó un poco con sus dedos y se lo llevó a la boca. En seguida emergió de su mente el recuerdo de su institutriz diciéndole: “una princesa no debe tocar la comida con las manos”. Ahora sería imposible hacerle caso, no tenía otra forma para comer. Cuando chupó sus dedos recordó que eso también le había estado prohibido y esbozó una amarga sonrisa. Por fin se había librado del protocolo. ¡Pero a qué costo! El prisionero detrás de ella, a quien no le habían desatado sus manos de la espalda, ni intentó alimentarse. Se quedó sentado, ajeno al hambre que lo rodeaba, sin siquiera mirar el cuenco con comida que tenía al frente sobre la arena, parecía carecer de apetito. El cautivo detrás de él no tardó mucho en hacerle una seña amable para levantarlo y engullirse la ración. Al poco tiempo pasaron dos esclavos recogiendo los enseres vacíos. Epifanía esperaba que le soltaran el grillete del cuello pero eso no sucedió. Esa noche y el resto del viaje dormiría con ese incómodo hierro puesto, atada a sus compañeros de desgracia. El prisionero delante de ella cavó un poco en la arena y se acostó en el hueco que acababa de hacer, ella lo imitó. El soldado no pudo hacerlo porque sus manos seguían presas a su espalda, así que lo vio contornearse intentando ahuecar la arena con el costado del brazo y el hombro y acomodarse lo mejor posible. Cuando amaneció los comerciantes los despertaron con golpes de látigo. El dolor del azote sobre el brazo la espabiló de una manera muy desagradable. Estaba acostumbrada a un trato mucho mejor, el despertar de una princesa era toda una compleja ceremonia. Lo hacían después del alba con una suave melodía tocada por virtuosos músicos del reino que aguardaban tras la puerta, luego sus doncellas entraban y se situaban a los pies de su lecho para asistir a su despertar. Una vez que abría los ojos la ayudaban con su aseo personal, su vestimenta y su peinado, al rato un grupo de sirvientas le llevaba los alimentos matinales que tomaba sobre una mesa baja en sus aposentos sentada sobre mullidos almohadones. Recién entonces comenzaban sus tareas diarias. Epifanía se restregó la zona golpeada y se lamentó de su nueva condición. Sus captores les repartieron nuevamente comida y agua, un alimento matinal que distaba mucho de su costumbre pero le agradeció a los dioses que al menos les dieran algo. El compañero detrás de ella, con sus manos aún atadas a la espalda, no comió. El prisionero detrás de él volvió a aprovechar esa ración extra. Luego de esa colación les encadenaron sus muñecas y siguieron viaje.
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