Reflexiones ante una eventual cena
Durante el bachillerato tuve la suerte de tener a una filósofa por
profesora. El aprecio por la materia y los alumnos era extraño en un Mundo, todo
sea dicho, acaso algo lobezno. Sus explicaciones del modus ponens y del
modus tollens solo pudieran guardar comparación con reflexiones, que en
aquel entonces, acontecían como superfluas sandeces. El tiempo es un juez firme
e incorruptible y la madurez una genial asistente. Recuerdo cómo un día me
sorprendió preguntándonos sobre cuál era el argumento que esgrimimos al decir
que vivimos hoy mejor que en la Edad Media. El asombro del auditorio fue
mayúsculo, las reacciones se precipitaron entre caras de asombro y
relampagueantes dudas acerca de si se había fumado un porro. Qué graciosa es la
juventud en esas edades, pese a todo, mi inocencia juvenil de bachiller no
impidió que tales palabras se grabaran en mi memoria.
El, hoy tórrido, peregrinaje a mi casa me ha
reparado desafortunadas visiones. Al pasar por los, cada vez más frustrantes,
tornos de RENFE he apreciado cierta imagen procedente de las escaleras del paso
subterráneo. Dos jóvenes de tez morena, acaso gitana, se estaban sentando en las
escaleras junto con sus caóticos fardos, cuando de repente uno de ellos sacó una
paloma cogida por el cuello. Ante mi asombro, su compañero sacó otra de su
paupérrimo equipaje, siendo cada presente, quién sabe en que magnitud,
verdaderas ratas emplumadas. El sucedáneo del pollo iba a tener respuesta en la
paloma, esa especie tan abundante, como molesta; cada vez menos amiga del hombre
y que a la vez apesta. Sin embargo, no fueron esas alimañas lo que más me
impresionó sino sus jóvenes captores, seres con poca infancia, pero con basta
vida. Me dolió contemplar en aquel momento cómo los infantes eran poseedores de
mayor experiencia que cualquiera de mis dos miembros. Sus sonrisas parecían
deleitarse más con el urbano regalo, que yo con todos mis regalos juntos. Hoy
van alimentarse de proteína pura.