-El palio está esperando a Vuestra Majestad para colocarse sobre su cabeza en el desfile -anunció el maestro de ceremonias.
-Bien, estoy dispuesto -dijo el Emperador-. ¿No es cierto que me queda bien el traje?
Los chambelanes que debían llevar la cola se inclinaron y fingieron levantarla del suelo con ambas manos, aunque naturalmente iban todos con las manos vacías en el aire. Ninguno se atrevía a confesar que no veía nada.
Y el Emperador partió encabezando el desfile bajo el lujoso palio, y toda la muchedumbre en las calles y los balcones exclamaba:
-¡Qué apuesto está el Emperador con su traje nuevo! ¡Qué espléndida cola!
Y nadie quería reconocer que no veía cosa alguna, porque eso habría equivalido a reconocerse incapaz para su cargo, o bien un zopenco.
Ninguno de los trajes anteriores del Emperador había tenido éxito semejante.
Pero un niño exclamó de pronto:
-¡El Emperador está desnudo!
-¡Oh, escuchen lo que dice el inocente! -dijo su padre. Y uno de los mirones susurró al oído de su vecino, lo que el niño había dicho. Y la voz fue corriendo:
-Dice que el Emperador está desnudo... Un chico ha dicho que el Emperador está desnudo.