Y le aconsejaron que se mandara hacer un traje de tan maravillosa tela para la ocasión de un gran desfile próximo.
"¡Magnífica!
¡Maravillosa! ¡Excelente!" -eran las palabras que corrían de boca en boca. Todos estaban igualmente encantados con la tela. El Emperador concedió a cada uno de los dos bellacos una condecoración destinada a sus respectivas solapas, y el título de "Caballero Tejedor".
Los pillos trabajaron toda la noche previa al día del desfile, gastando dieciséis bujías, para que el pueblo viera lo ansiosos que estaban de tener listo a tiempo el traje del Emperador. Fingieron sacar la tela del telar cortándola en el aire con un gran par de tijeras, y la fueron cosiendo con sólo agujas, sin hilo alguno en ellas.
Por fin anunciaron:
-Ya está listo el traje del Emperador.
Y el Emperador fue personalmente a buscarlo en compañía de sus más elevados cortesanos. Los dos estafadores levantaron un brazo en el aire, como si estuvieran sosteniendo algo, y dijeron:
-Mirad, éstos son los pantalones. Esta es la chaqueta. Este es el manto. -Y así sucesivamente-. Es tan liviano como una telaraña. Casi podría decirse que uno no tiene nada en la mano, pero en eso reside precisamente su belleza.
-Así es -aprobaron todos los cortesanos, aunque no podían ver nada, pues no había cosa alguna que ver.
-¿Quisiera Su Imperial Majestad tener a bien quitarse la ropa? -invitaron los impostores-. Luego podrá vestirse las nuevas, aquí delante del gran espejo.
El Emperador se despojó enteramente de sus ropas y los impostores fingieron irle entregando una pieza tras otra de su nuevo atuendo. Hicieron también la pantomima de ajustarle algo en la cintura y sujetar allí cierto invisible aditamento que debía suponerse era la cola del traje imperial. El Emperador se volvía una y otra vez frente al espejo.
-¡Qué bien luce Su Majestad
el nuevo traje! ¡Qué espléndidamente le queda! -exclamó toda la gente que lo rodeaba-. ¡Qué modelo! ¡Qué color! Nunca se ha visto nada así en materia de ropa.