-Es prodigioso -informó luego al Emperador-. Todo el mundo habla en la ciudad de esa espléndida tela.
Y el Emperador pensó que
sería interesante ver aquel prodigio mientras estaba aún en el telar. Acompañado por cierto número de selectos cortesanos, entre ellos los dos que ya habían visto la imaginaria tela, se dirigió a visitar a los dos impostores, que estaban trabajando tan arduamente como nunca en sus vacías máquinas.
-¡Es magnífico! -dijeron los dos honrados dignatarios-. ¡Ved, Majestad qué dibujos! ¡Qué matices!
Y ambos señalaban el telar, pensando cada uno que el otro podía ver la tela.
"¿Qué? -pensaba el
Emperador-. Yo no veo nada en absoluto. ¡Es terrible! ¿Soy yo un zote entonces? ¿No sirvo para Emperador? Nada peor que eso podría ocurrirme".
Y dijo en voz alta:
-¡Qué hermosa! Tiene mi más calificada aprobación.
E inclinó repetidamente la cabeza en señal de agrado, contemplando el telar vacío. Nada ni nadie habría podido inducirlo a confesar que no veía nada.
Todo el séquito miró y remiró, sin ninguno de los dignatarios viera más que los otros. Sin embargo, exclamaron todos, a coro con Su Majestad:
-¡Es muy hermosa!