"Me gustaría saber cómo
andan con el trabajo esos tejedores" -pensó el Emperador, pero no dejaba de sentirse algo incómodo al reflexionar que todo aquel que fuera un zoquete o incapacitado para su cargo quedaría sin ver la tela. Ciertamente, se dijo, no tenía nada que temer de su parte, pero sería mejor enviar primero a otra persona a ver cómo marchaba aquello.
Todo el mundo conocía en la ciudad la maravillosa propiedad de la tela.
"Enviaré a mi viejo y fiel ministro -resolvió-.
Él estará mejor autorizado que nadie para apreciar la calidad de su tejido, pues se trata de un muy inteligente y no hay nadie que desempeñe su tarea mejor que él la suya".
De modo, pues, que el excelente viejo ministro recibió la misión de inspeccionar la sala donde estaban trabajando los dos pillastres ante el telar vacío.
"¡Dios nos ampare! -pensó el ministro abriendo los ojos de par en par-. ¡Vaya, si no veo nada!" -Pero tuvo buen cuidado de no decirlo.
Los estafadores le suplicaron que tuviera la bondad de aproximarse un poco más, y le preguntaron si no juzgaba excelentes el dibujo y el colorido. El pobre ministro se rompía los ojos sin lograr ver cosa alguna, pues, por supuesto, nada había que ver.