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El crecimiento económico latinoamericano se sostuvo sobre la necesidad de fagocitación de los recursos naturales por parte de la República Popular China. Pero al igual que muchas economías emergentes aunque en este caso de forma sobredimensionada, China prosperó de manera clásica, construyendo carreteras para unir las fábricas a los puertos, desarrollando redes de telecomunicaciones para conectar unos negocios con otros y ofreciendo a su histórico campesinado puestos con muy superior remuneración en fábricas urbanas. Pero llegó el momento del punto de inflexión en la economía china: la oferta de mano de obra procedente de las zonas rurales se agota y el empleo en las fábricas alcanzó su máxima capacidad; de igual manera la red de autopistas construida en China supera los setenta y cinco mil kilómetros, siendo la segunda más larga del mundo tras Estados Unidos; pero además, la tendencia demográfica se ha invertido y ahora el Estado tendrá que afrontar un novedoso reto respecto a cubrir las necesidad de su clase social pensionista. Fruto de lo anterior el crecimiento de China se desaceleró y con ello golpeó a nuestro subcontinente. El camino más probable para China es el que siguió Japón a principios de la década de 1970, cuando su economía en auge desde el fin de la guerra se ralentizó sustancialmente pero continuó creciendo a un ritmo respetable durante una serie de años posteriores. Nada más y nada menos que lo esperable en la fase de madurez de cualquier economía “milagro”. La desaceleración china pone fin a un ciclo económico global, cerrando una etapa que para bien o para mal ha alterado el curso de la histórica económica durante las últimas décadas. Se redujo la pobreza global al mismo tiempo que se aceleraron las amenazas de destrucción ambiental, el calentamiento global y la forja de un nuevo modelo de imperialismo que los analistas institucionales al servicio de los gobierno del Sur se niegan a reconocer. Este boom de los commodities ocasionado por la hasta hace poco descomunal demanda china de recursos naturales, no implicó en Brasil ni en el resto del subcontinente la puesta en cuestión de la lógica derivada de las economías rentistas. Por lo tanto y partiendo de lo anterior, fueron más transformadores los gobiernos populistas gestados entre 1910 y 1954 que el neopopulismo desarrollado a partir de 1999. Lo anterior deriva de la ausencia de reformas estructurales orientadas a poner en función un sistema fiscal que no sea regresivo y una política industrial menos clientelista.
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