Estaba muy furioso, y ordenó que los dos culpables fueran expulsados de sus dominios.
La Princesa se quedó llorando, y el porquerizo protestando en voz baja. Y la lluvia empezó a caer a torrentes.
-¡Oh, pobre de mí!
-exclamó la Princesa-. ¿Por qué no se me ocurrió aceptar al apuesto príncipe? ¡Qué desdichada soy!
El porquerizo se apartó
detrás de unos arbustos; se lavó el tinte oscuro y negro del rostro y arrojó las feas ropas de su oficio. Al reaparecer vestido de príncipe, estaba tan apuesto que involuntariamente la Princesa le hizo una reverencia.
-Vengo a decirte que no me interesas -dijo
él-. No quisiste aceptar a un honorable príncipe. Despreciaste la rosa y el ruiseñor. Pero sí consentiste en besar a un porquerizo a cambio de una caja musical de utilería. Ahora tendrás lo que tú misma te has buscado.
Y se retiró de regreso a su pequeño reino, y cerró la puerta de su palacio con llave y cerrojo. Y ella se tuvo que quedar fuera, cantando desconsoladamente:
¡Ah, mi querido Agustín,
todo se perdió, dio, dio, dio!