-Pero, ¡eso es superbe! -exclamó la Princesa al pasar por el lugar y oír la música-. Jamás he oído composiciones más bonitas. Id a preguntarle cuánto quiere por el instrumento, pero basta de besos.
-Quiere cien besos de la Princesa -respondió la dama de honor.
-¡Está loco! -dijo la Princesa, y se alejó, pero no había dado muchos pasos cuando se detuvo.
-Hay que favorecer el arte -dijo-. Yo soy
la hija del Emperador. Decidle que le daré diez besos, la misma cantidad
que ayer, y que puede recibir los restantes de mis damas de honor.
-Pero... eso no nos agrada en absoluto -objetaron las damas.
-¡Oh, tonterías! Si yo puedo besarlo, también mis damas pueden hacer lo mismo. Recordad que os pago honorarios, además de casa y comida.
Y la dama de honor no tuvo más remedio que volver a insistir ante el porquerizo.
-Cien besos de la Princesa, o no hay trato -replicó éste.
-Poneos vosotras delante -indicó la Princesa, y todas las damas de honor la rodearon mientras el porquerizo la besaba.
-¿Qué sigrifica esa
aglomeración de gente en los chiqueros? -dijo el Emperador al pasar camino de la galería. Se frotó los ojos; se puso las gafas-. ¿Qué clase de juego es éste? Tengo que ir a ver.
Y se acercó a toda prisa, cruzando el corral, con pasos tan suaves que las damas -que además estaban muy ocupadas contando los besos para que la cifra fuera exacta- no lo oyeron.
-¿Qué pasa aquí?
-inquirió al ver lo que ocurría. Alzó la zapatilla y dio en la cabeza a la Princesa y al porquerizo en momentos en que éste recibía el beso número ochenta y seis-. ¡Fuera!