-¡Es un miserable! -dijo la Princesa, y se alejó. Pero apenas había dado unos pasos volvió a ír las campanillas tintinear alegremente:
¡Ah, mi querido Agustín!...
-Ve y pregúntale si aceptaría diez besos de mis damas de honor -insistió la Princesa.
-¡No, gracias! -respondió el porquerizo-. Diez besos de la Princesa, o me quedo con mi cazuela.
-¡Qué fastidioso! -dijo la Princesa-. En ese caso quedáos vosotras a mi alrededor, para que nadie pueda vernos.
Así, pues, las damas de honor rodearon a la Princesa desplegando sus faldas mientras el porquerizo recibía sus diez besos. Y la cazuela pasó a poder de la Princesa.
Y la cazuela era una maravilla. La
Princesa la tenía en el fuego día y noche, y sabía lo que se estaba cocinando en cada cocina de la ciudad, desde la cocina del chambelán hasta la del zapatero. Las damas de honor bailaban de alegría y aplaudían entusiastamente.
-Sabemos ahora quién tiene sopa y panqueques para la cena, y quién chuletas -decían-. ¡Qué divertido!
-Sí, pero cuidado con lo que hablan, pues yo soy la hija del Emperador.
-¡Dios nos guarde! -exclamaron todas las damas.
El porquerizo -es decir, el
Príncipe, sólo que nadie sabía que no era un auténtico porquerizo- no pasó el día siguiente ocioso, sino que construyó una carraca, que al hacerla girar tocaba todos los valses, galops y otras piezas populares compuestas desde la creación del mundo.