-Pues de uno natural se trata -respondieron los que lo habían traído.
-¡Oh, entonces déjenlo que se vaya! -dijo la Princesa. Y no quiso ni oír hablar de que pudiera presentarse el Príncipe.
Pero el Príncipe no se dio por vencido.
Se tiñó la cara con tintes de color moreno y negro, se caló su gorro hasta los ojos y fue a llamar a la puerta del Palacio.
-Buenos días, Emperador -se presentó-. ¿Sería posible que se me tomara para servicio del Palacio?
-Bueno, hay muchos postulantes -respondió el Emperador-. Pero déjame ver. Sí; necesito alguien para cuidar los cerdos. ¡Tengo tantos!
De modo, pues, que el Príncipe se
convirtió en porquerizo imperial. Se le asignó un horrible cuartucho cerca de los chiqueros, donde tendría que habitar. Se sentó a trabajar todo el día, y al llegar la noche había construido una pequeña y bonita cazuela para la cocina, rodeada de campanillas que al hervir el contenido de la cazuela tintineaban deliciosamente y entonan la antigua melodía:
¡Ah, mi querido Agustín,
todo se perdió, dio, dio, dio!
Pero el mayor encanto de la cazuela era que con sólo extender un dedo sobre el vapor podía uno inmediatamente oler todas las comidas que se cocían en aquel momento en cada cocina de la ciudad. Y eso ya era cosa muy distinta de una rosa.