Hubo una vez un pobre Príncipe que sólo tenía un reino muy pequeño, pero suficiente para permitirle casarse. Y él estaba deseando casarse.
Ciertamente habría sido un tanto
audaz de su parte decir a la hija del Emperador: "¿Quieres ser mi esposa?" Y sin embargo él se atrevió a hacerlo, porque su nombre era conocido a gran distancia. Y cientos de princesas hubieran respondido "Sí", y también "Te lo agradezco", pero veamos lo qué hizo ella.
Sobre la tumba del padre del
Príncipe había un rosal, muy hermoso, que florecía sólo cada cinco años y daba un único pimpollo. ¡Y qué rosa era! Con sólo aspirar su perfume olvidaba uno todas sus preocupaciones y penas.
Tenía también un
ruiseñor que cantaba como si todas las más hermosas melodías del mundo anidaran en su pequeña garganta. Y el Príncipe decidió obsequiar a la Princesa esos dos tesoros: el ruiseñor y la rosa. Los hizo colocar en grandes estuches de plata y se los envió.
El Emperador los hizo conducir ante él hasta el gran salón donde estaba la Princesa y sus damas de honor. Al ver la Princesa los estuches que contenían los regalos, aplaudió entusiasmada.