Cuando la comunicación se ofrece como el desacato
violento del que huye de sus propios miedos al rechazo o la incomprensión, sus
palabras se manifiestan vacías de contenido y sordas como el ruido de tambores
de guerra que procede de la lejanía.
La palabra es un gesto de entrega que le es
arrancado al hombre por su interlocutor que lo solicita después de haberse hecho
débil. Cuando uno se muestra en verdad, libre ante quien desea escucharle,
abriendo su corazón porque se ofrece en cada palabra que sale de su boca,
entonces la comunicación se despliega generosa, en toda su belleza para acercar
dos almas que se buscan en una sola voz. No soy yo, ni eres tú; no es mi palabra
frente a la tuya; son nuestras voces engarzadas en una misma melodía multicolor
que se convierte en armonía sinfónica, donde todos los matices son bienvenidos,
y los cambios de ritmo acompasan cada respiración para la escucha y la
asimilación amable del contenido que se está transmitiendo polifónicamente.
Añoro los tiempos pasados escuchando a los viejos
de cualquier rincón del mundo. Detrás de cada una de sus palabras se
transparenta la autoridad moral de quien habla de lo que conoce porque lo ha
vivido, y su experiencia ha sido contrastada por el paso de los años. No habla
mejor, ni comunica más quien más sabe o ha estudiado. No es el flujo de los
datos aprendidos lo que dota de mayor empaque la comunicación que se establece
con un semejante. El crisol del dolor, del fracaso, del sufrimiento purifica
cada palabra que nace del corazón de aquel que tiene algo que decir, porque en
sus ojos se puede ver la dulzura de la belleza que los años han ido fraguando en
su interior.