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Murió el anciano caballero, se leyó su testamento y, como casi todos los testamentos, éste dio por igual desilusiones y alegrías. En su última voluntad no fue ni tan injusto ni tan desagradecido como para privar a su sobrino de las tierras, pero se las dejó en términos tales que destruían la mitad del valor del legado. El señor Dashwood había deseado esas propiedades más por el bienestar de su esposa e hijas que para sí mismo y su hijo; sin embargo, la herencia estaba asignada a su hijo, y al hijo de éste, un niño de cuatro años, de tal manera que a él le quitaban toda posibilidad de velar por aquellos que más caros le eran y que más necesitaban de apoyo, ya sea a través de un eventual gravamen sobre las propiedades o la venta de sus valiosos bosques. Se habían tomado las provisiones necesarias para asegurar que todo fuera en beneficio de este niño, el cual, en sus ocasionales visitas a Norland con su padre y su madre, había conquistado el afecto de su tío con aquellos rasgos seductores que no suelen escasear en los niños de dos o tres años: una pronunciación imperfecta, el inquebrantable deseo de hacer siempre su voluntad, incontables jugarretas y artimañas y ruido por montones, gracias que finalmente terminaron por desplazar el valor de todas las atenciones que, durante años, había recibido el caballero de su sobrina y de las hijas de ésta. No era su intención, sin embargo, faltar a la bondad, y como señal de su afecto por las tres niñas le dejó mil libras a cada una.

En un comienzo la desilusión del señor Dashwood fue profunda; pero era de temperamento alegre y confiado; razonablemente podía esperar vivir muchos años y, haciéndolo de manera sobria, ahorrar una suma considerable de la renta de una propiedad ya de buen tamaño, y capaz de casi inmediato incremento. Pero la fortuna, que había tardado tanto en llegar, fue suya durante sólo un año. No fue más lo que sobrevivió a su tío, y diez mil libras, incluidos los últimos legados, fue todo lo que quedó para su viuda e hijas.

Tan pronto se supo que la vida del señor Dashwood peligraba, enviaron por su hijo y a él le encargó el padre, con la intensidad y urgencia que la enfermedad hacía necesarias, el bienestar de su madrastra y hermanas.

El señor John Dashwood no tenía la profundidad de sentimientos del resto de la familia, pero sí le afectó una recomendación de tal índole en un momento como ése, y prometió hacer todo lo que le fuera posible por el bienestar de sus parientes. El padre se sintió tranquilo ante tal promesa, y el señor John Dashwood se entregó entonces sin prisa a considerar cuánto podría prudentemente hacer por ellas.

 
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