La entrada
Soy la típica ítalo argentina de primera generación que sufre
de apendicitis vincular y de melancolía materna pero que sigue respirando igual
a pesar del océano inmenso que separa al Viejo Mundo del Nuevo.
No pienso que la mía haya sido una vida ejemplar, una de esas
vidas de esforzada criolla pobre que les gusta tanto a los padres contar a sus
hijos para estimularlos y para llevarlos a emular una trayectoria. Por el
contrario, creo que soy
-siempre y cuando pueda- una mujer común. Una mujer
que escuchó hablar de un país y de unos seres lejanos que sus padres recordaban
en la vigilia y en el sueño desde la hora en que fueron a parar, después de la
guerra, a una barraca del puerto de Buenos Aires.
Una mujer que reniega del pasado familiar y desconfía de los
fantasmas que le hacen muecas desde la otra orilla pero que probablemente sienta
en la profundidad de sus raíces las algas que oscilan desde la costa de Túnez al
pico arisco de la Bota y del pico arisco de la Bota al país de las Vacas y las
Pampas. Cintas que vienen y van de aquí para allá llegando hasta donde se me ha
contado y más allá. Mucho más allá de las palabras.
Soy -como dije- la típica hija de italianos que emigraron a la
Argentina en el cuarenta y ocho, con una mano atrás y otra adelante
trayendo algo de vergüenza y algo de solos para toda la
vida.
Nunca viajé. Vivo en Boulogne en una casa de cuarenta metros
cuadrados construida en los fondos de la casa de los
viejos.