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Un placer melancólico me invadió, semejante al que se tiene en presencia de todos los recuerdos, y fue con profunda tristeza que dije en mi interior: ¡pobre de mí! ¡el papel de mi dormitorio está bien pegado y no tengo ni un miserable cráneo en que poner los botones de mis puños. Hay días en que los espejos y las alfombras nos fastidian y desearíamos vivir en un cuarto, con cuevas de ratones, olor a humedad y piso con agujeros!

Esto a lo menos suscita algunas reflexiones.

Con que si el amigo Pirovano ha de tener coches, caballos, casa y clientela, es bueno que sepa que esto no se tiene sino a costa de la felicidad y con el favor de la lengua de unas cuantas señoras distinguidas y, solo por excepción, a pesar de todo esto.

Sólo por excepción perdona esta sociedad a un médico, por más talento que tenga, que durante su juventud haya puesto colas de papel a los traseúntes y enseñado insolencias a los loros.

Pirovano es actualmente profesor de anatomía en la Facultad de medicina y ha sido farmaceútico del hospital; será, por consiguiente, un hábil operador y es y ha sido sobresaliente en química.

Esta cualidad le permitía preparar una azúcar inflamable con la cual, a la larga, tuvieron que familiarizarse todas las niñas que asistían a los bailes del club del Esqueleto.

Creo que este club es el único de su especie que ha existido en el mundo.

El club del Esqueleto fue una asociación en la cual figuraba Pirovano, en su doble calidad de miembro activo y de repostero, empleo que le fue confiado en virtud de su habilidad para fabricar vinos y licores con las tinturas y los jarabes medicinales de la botica del hospital.

Creo que fue Sydney Tamayo el fundador del club del Esqueleto. Tamayo es actualmente médico y se halla en Salta prodigando a sus paisanos los dones de su talento maravilloso.

Cuando era estudiante, tocaba la flauta con exquisito gusto y el ciego Gil, otro estudiante distinguido, lo acompañaba en el plano. El tener Tamayo una flauta y haber alquilado Gil un piano, fueron los trágicos sucesos que dieron origen a la formación del club del Esqueleto.

El propósito de esta asociación era dar bailes sin un medio y divertirse de balde, pasando gratis las horas que se hayan pasado mejor sin pagar nada en este mundo.

Tamayo, Gil y cuatro estudiantes más vivían en una sala de la calle de San Juan.

Los días en que debía haber baile, sacaban al patio las camas, se alfombraba la pieza con las frazadas de los enfermos de la sala de crónicos del hospital de hombres, se pedía sillas en la vecindad. Tamayo robaba chocolate en la despensa del mismo hospital; se compraba masitas por subscripción; Pirovano hacía los cocimientos necesarios en la botica, con los que preparaba los vinos y los licores; llevaba un tarro de pastillas de quermes, con que debía obsequiarse a las señoras y, hechos todos estos preparativos, se invitaba a las niñas del barrio, que eran, cuando menos, novias legítimas de cada uno de los estudiantes. El doctor Larrosa, asistente infalible a esas tertulias, me ha confesado a mí que pocas veces ha estado en reuniones más amenas, a pesar del disgusto que le causaba ver trancadas las mesas y compuestas las sillas con los omóplatos y tibias de los difuntos que suministraba la sala tercera.

Aquellos bailes famosos en que jamás se cometió desorden alguno, para honor de los estudiantes, y en que se armó no pocos matrimonios, a imitación de lo que sucede en el Club del Progreso, terminaban siempre cuando Gil y Corvalán declaraban que tenían sueño y comenzaban a acercar sus catres, húmedos de rocío, a la sala de baile. Entonces Pirovano servía la última copa de tintura de ruibarbo, que saboreaban con indecible placer las damas y caballeros de aquella fiesta.

¡Qué dulces son estos recuerdos!

El tiempo que todo lo va diseminando, mandará quizá a cada uno de nosotros a millares de leguas de distancia y los que fueron un día compañeros alegres no tendrán, como símbolo de su pasada felicidad, más que un recuerdo por esa invencible tendencia que tiene el hombre a aferrarse a. cada uno de los momentos de su vida, aunque vaya siempre buscando un porvenir mejor.

¡Pero el recuerdo es una nueva vida para cada cerebro!

¿Qué diferencia hay entre la realidad de un suceso y la viva impresión por una representación ideal?

¡Soñar con claridad es, en el momento que se sueña, tan cierto para el cerebro, para el alma, como tener la realidad presente! Al fin y al cabo todas son ideas y no hay nada real para la conciencia, sino lo que es capaz de suscitar una idea.

El tiempo que está por hacer de Pirovano un personaje serio, no le hará olvidar que siendo estudiante abría una caja de ostras, se bebía el caldo de un sorbo, tragaba los mariscos en dos veces y se preparaba de este modo para comenzar su cena.

Cuando su inteligencia y su buena fortuna le abran los primeros puestos de la República y se celebre su advenimiento con espléndidos banquetes, no se olvidará de que hemos comido al fiado en la fonda de la Sonámbula y de que, cuando no llegaba nuestra felicidad a tanto, él robaba huevos, los freía en aceite de hígado de bacalao, los espolvoreaba con pimienta cubeba y nos los comíamos salándolos con ioduro de potasio. Tampoco se olvidará que los tales huevos, preparados de este modo, eran riquísimos.

Los postres más exquisitos no le parecerán mejores que el jarabe de genciana con que terminaba sus cenas en el hospital, ni los más generosos vinos le harán el delicioso efecto que le hizo el día de su santo la copa de tintura de jalapa compuesta que tomó, a falta de vino priorato, antes de encender un cilindro de esponja preparada, que se fumó enseguida, en sustitución de un habano y por si alguna vez tenía que curarse de coto.

Episodios son éstos característicos en la vida de un hombre y que no pueden olvidarse jamás.

Pirovano tiene todas las cualidades físicas para el trabajo y todas las aptitudes intelectuales para ser un médico notable. Es bondadoso de carácter, reservado, meditador y pacienzudo; parece muy dúctil, aunque siempre concluye por hacer lo que le da la gana; tiene una gran facilidad para hacerse querer de sus maestros; sabe evitar que lo envidien sus condiscípulos y el hecho de conservar como reliquias de su carácter, ciertos rasgos de muchacho y ciertas diabluras de estudiante, que contrastan singularmente con su aspecto serio, le da una fisonomía particular y simpática.

En Buenos Aires hay una mala costumbre. Apenas aparece en la arena pública un joven que se ha distinguido por sus estudios, todos comienzan a elogiarlo de un modo tan exagerado que el objeto del elogio mucho hará si resiste al mareo que puede producirle tanto halago a su vanidad. Es necesario tener demasiado buen juicio para no perderse oyendo elogios. Por ejemplo, yo no sé cómo Goyena, del Valle y otros jóvenes de brillante inteligencia, no se han vuelto unos pedantes insoportables al oírse llamar portentos a cada momento y a propósito de todo.

La primera vez que, vea a Pirovano, he de decirle con tono solemne y levantando el dedo índice a la altura de la oreja: "No te dejes marear por los elogios ni invadir por la vanidad; ya que tienes una buena inteligencia, piensa que nadie te puede juzgar mejor que tú mismo; trabaja y estudia y si deseas reunirte conmigo de tiempo en tiempo, para recordar con placer los episodios de nuestra vida de estudiantes, te juro que no ha de faltar por mí toda vez que crea en conciencia necesitar de tus conocimientos médicos o toda vez que a mis enfermos se les antoje costearse el lujo de una consulta, en que, con generalidad, se habla de todo menos de ellos".

Esto he de decirle a Pirovano cuando lo vea.

 

 
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