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Domingo, así se llamaba el negro, hizo fuego, preparó la cena y estaban en lo mejor de ella los viajeros, cuando vieron un grupo de negros que avanzaba: eran paisanos de la esclava castigada y reconociendo a sus protectores, quisieron premiarlos llevándolos en angarillas hasta las cabañas donde las madres los esperaban desoladas.

La vida de estas familias, evangélicamente inocentes, siguió deslizándose por la senda de la felicidad. Desgraciadamente, eso no duró mucho.

Virginia cambió de carácter: andaba triste, soñadora y se ruborizaba al ver a Pablo. Este no comprendía una palabra del asunto; solamente infería que su hermana no lo quería tanto pues no se dejaba abrazar ni besar como antes.

La madre de Virginia se dio a pensar, por aquella época, en que convenía separar a su hija de Pablo y habló a éste de un viaje a la India.

-Yo no voy a la India -respondió Pablo.

-Está bien, joven obediente -repuso Mme. La Tour-, no vayas.

Virginia continuaba soñando y haciendo rarezas. Una carta de Francia llegó a manos de Mme. La Tour: era de una tía de Virginia, rica como Creso y mala como una avispa. En la carta pedía que le mandaran a Virginia.

La noticia se esparció por la isla y el gobernador y demás habitantes tomaron cartas en el juego.

Para Virginia se establecía este dilema: dejo a Pablo y tengo fortuna, o no tengo fortuna y no dejo a Pablo. Ella se inclinaba a lo último, pero las madres, los vecinos y el gobernador, opinaban por lo primero.

Pablo se desolaba, mas nadie le hacía caso.

En fin, tras de mil vacilaciones, embarcaron a Virginia, sin que lo supiera Pablo, quien renegó mucho, lloro mucho y se pasó tres días mirando al mar.

En Francia, la tía metió a la sobrina en un convento y la quiso casar con un viejo rico. Virginia se negó a ello y llevó durante su permanencia, una vida de perros.

En la isla no lo pasaban mejor. Pablo estaba sorprendentemente flaco y no cuidaba el jardín. No habían recibido noticias directas de Virginia, pero esto no les sorprendía porque la joven no sabía escribir. Un día, por fin recibieron una carta de su puño y letra ¿ cómo supieron que era de su puño y letra?... ¡Ah! ... ¡En las islas!

Pablo se puso a aprender a escribir para contestarla, y al fin de seis meses envió a su hermana nominal una plana de curiosos detalles y cuyos últimos renglones contenían repetida cien veces la palabra ven.

La tía, cansada de la obstinación de su sobrina, se decidió a devolverla a su patria y la embarcó en un mal buque, eligiendo la estación de las tormentas.

El buque llegó a la isla, pero al acercarse a la costa, se desencadenó sobre él un horrible huracán.

Pablo, el viejo, los negros, Fiel, el gobernador y todos los vecinos hábiles para desempeñar el cargo de municipales, acudieron a la orilla del mar a presenciar el espectáculo y ver si podían servir de algo.

La tormenta era preciosa y digna de aquellas costas providenciales. El poder del Supremo Hacedor se mostraba allí en todo su apogeo.

Dios, que permite a los fabricantes construir buques, manda a las tempestades destruirlos. ¡Esto es de una lógica admirable y los humanos deben estar muy contentos de recibir lecciones tan provechosas!

La tempestad continuaba arreciando; las maderas del navío crujían, los cables se rompían y la popa y la proa se sumergían alternativamente en la onda salada.

Los tripulantes y pasajeros se arrojaban al mar, las olas barrían la cubierta y a poco andar no quedaban en ella sino dos personas: un hombre de talla gigantesca y una joven de alma colosal. La joven era Virginia, el gigante no tenía nombre.

El gigante innominado rogaba a la joven Virginia que se dejara salvar; ésta se oponía a semejante pretensión por razones de pudor, pues era necesario desnudarse para echarse al mar y eso no entraba en sus costumbres.

Tan edificante coloquio se oía desde la costa a pesar de la distancia y de la tormenta.

-Desnúdese -le gritaban de tierra.

-Pas de danger -respondía la joven, que en su permanencia en el colegio había hecho recopilación de las expresiones más puras del idioma francés.

-¡Desnúdese! -le repetían los de la costa.

-Il ne manque plus que ca -respondía Virginia.

-¡Desnúdese! ¡Desnúdese!- continuaban las voces.

-¡Ja'ai bien autre chose a faire - respondia la joven.

-¡Desnúdese, por la virgen santísima! - vociferaban sus amigos.

-¡Ah! mais, non. ¡Par exemple! - contestaba la dócil y tierna doncella.

Cansado de rogar el gigante se echó al agua: el mar creció al recibir tamaño cuerpo.

Pablo, desesperado, trató de llegar a nado al buque, pero lo único que consiguió fue pelarse las rodillas y las narices contra las rocas.

Un momento después Virginia y su pudor desaparecieron de sobre cubierta.

¿Y Pablo? Fue sacado del mar, medio muerto y echando sangre por los oídos, por la boca y por cuanto conducto tenía.

¿Y Virginia? Yacía más linda que nunca y enteramente muerta sobre las arenas de la playa.

Los isleños la recogieron y al otro día la enterraron.

Al entierro asistieron todos los habitantes de la isla, inclusive el gobernador y los soldados, que hicieron a su cadáver (al de Virginia) honores fúnebres, como si se tratara del cuerpo de un coronel.

Las jóvenes de la isla querían que las enterraran vivas con el cadáver de la virtuosa doncella.

El gobernador se opuso a esto, fundándose en, que muchas habían perdido lo que perdió a Virginia.

Así, pues, lo único que se enterró, con los restos de la virginal empecinada fue su castidad y algunas flores igualmente inocentes.

Aquí debía concluir la novela, pero no concluye.

Pablo fue debidamente atendido, pero quedó mudo y bastante atontado. Juzgue el lector cuál sería la situación de Pablo con esta nueva dosis de estupor que le sobrevino!

Inútil es decir que las madres, los negros, el viejo y Fiel fueron desagradablemente impresionados por tales sucesos.

Pongo en conocimiento del lector que el viejo tantas veces nombrado en esta lamentable historia, sólo figura en ella por hallarse presente. Jamás ha hecho cosa alguna que yo pueda narrar, ¡pero el autor lo encuentra indispensable para el desarrollo del drama!

Margarita murió poco después.

Pablo, seguido del viejo, anduvo vagando mucho tiempo y recobró temporalmente el habla. Dos o tres veces dijo: "¡Virginia! ¡Virginia!", con todas sus letras, y se volvió a quedar mudo.

El viejo lo llevó al mercado (devuelvo al viejo su crédito puesto en duda en un párrafo anterior, en presencia de esta noble acción), lo llevó para ver si el movimiento de aquel centro comercial lo distraía; pero nada. Más bien las penas del joven aumentaron al ver terneros, pollos y pescados muertos.

Por fin, él también murió y tuvo el gusto (dice el autor), de ser enterrado junto a su novia.

La madre de Pablo murió a su tiempo y Fiel no quiso ser menos.

Los negros tardaron más en verificar esa operación, pero tuvieron, por último, que decidirse a imitar a sus amos y al perro.

 
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