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Desde que comienza el mes de agosto no se oye en el muelle y en las fondas y tabernas del bajo en Buenos Aires, hablar de personaje alguno del almanaque que no sea Santa Rosa. Los que no están en el secreto, sospecharían que se trata de alguna fiesta religiosa a no ser la categoría de los comensales, su profesión y los juramentos católicos, aunque prohibidos por la iglesia, que a modo de adjetivos acompañan el nombre de la santa, al salir de boca de tanto marinero sin nacionalidad o con todas las nacionalidades juntas. Pero como no hay uno solo de los habitantes de esta ciudad que no esté en el secreto, semejante sospecha no tiene lugar, aun cuando se prescinda de los mencionados adjetivos y otros vocablos, en atención a la cultura poco académica de los que los profieren.

El nombre de Santa Rosa ha perdido entre nosotros su significación celestial, adquiriendo esta otra más mundana: ¡tempestad!, que traducida a todos los idiomas quiere decir buques perdidos, hombres ahogados, cargamentos averiados, espectáculos horribles y todos los males marítimos imaginables.

En el año 1878, Santa Rosa había pasado sin dar motivo a que se le prodigaran los dicterios habituales, los que no por eso fueron menos abundantes ni menos enérgicos.

La población de la costa se había quedado desencantada y sus preparativos para comentar los siniestros acaecidos, sin aplicación.

Muchos marineros se volvieron locos de puro desorientados y algunas fondas fueron cerradas por inasistencia de los comentadores anuales.

Pero llegó el 1° de octubre y la santa que, por razones de familia, había postergado la celebración de su aniversario, sin prevenir a sus admiradores desencadenó sus vientos sobre las aguas dormidas, tomándolas de sorpresa.

Ni un juramento ni una maldición ni una frase náutica turbulenta precedió al trastorno. Los marineros se ahogaron y los buques se hundieron sin insultar por esta vez, a la corte celestial.

El día había cerrado sus puertas sin ruido, la noche vino en puntas de pies y una nube viuda, viajera del sudeste, corrió despavorida por los cielos derramando su lluvia sobre el río, como si fuera su difunto esposo. Las aguas comenzaron a moverse y sus olas a corretear por la superficie, rezongando por el mal tiempo. El cielo parecía de prisa; el viento se lo llevaba indudablemente hacia el noroeste.

Los grupos de sombras avanzaban hacia el cenit y corrían presurosos a ganar las fronteras del horizonte.

¡Terrible noche! El huracán silbaba en los mástiles de los buques y entonaba preludios de muerte en los cables tendidos. Las olas trepaban a la borda de los más altos navíos y asomaban su cabeza crespa y espumosa para mirar con curiosidad si los camarotes estaban ocupados por sus víctimas.

Las ráfagas sofrenaban los cascos produciendo un ruido espantoso de cadenas. La madera crujía, se retorcía, se quebraba. Las amarras gemían como los miembros de los herejes estirados en la tortura. Las anclas arañaban el fondo del río sin poder agarrarse y eran arrastradas por la embarcación que debían asegurar. Los buques se atropellaban como combatientes con los ojos vendados; se precipitaban, se levantaban, se balanceaban, pero corrían sin descanso como arrebatados por las furias.

¡El viento silbaba en los mástiles y entonaba preludios de muerte en los cables tendidos!

Los murmullos de la voz humana se perdían en el fragor de la tempestad. Mirando de lejos se veía a la luz de los relámpagos abandonar la cubierta de los míseros marineros para hundirse en las aguas como sumisos obedientes a la fuerza que los empujaba. Después, los fuegos apagados ocultaban las patéticas escenas de que cada embarcación era el teatro. Los buques se habían dado cita en la costa y corrían afanosos a estrellarse en ella.

La noche continuó llena de ruidos siniestros que se perdían en el insondable abismo por falta de oídos que los escucharan.

Al otro día los cascos, los palos, los mascarones de proa, con sus caras grotescas y su expresión estática, se acercaban y se retiraban, después de chocar en las toscas, con aquel juego incomprensible y estúpido de los cuerpos flotantes. Las mercaderías desembarcadas por su cuenta, y sin pagar derechos de aduana, descansaban de sus fatigas en la costa; se dejaban revolvedor los curiosos, con la indiferencia propia de os objetos sin valor. Alguna madre desavenida con la fortuna se felicitaba en sus adentros, de ver tanto género mojado, que debía venderse barato, y los almaceneros del Paseo de Julio, gente toda sin conciencia, habían hecho ya el cálculo del líquido producto de tanto comestible averiado.

Las escenas de avaricia eran sin embargo perturbadas por la presencia de algún cadáver, que serio y magullado, reflexionaba boca arriba acerca del paradero de su equipaje y de su vida.

¡Gran laberinto entre los pescados y las lavanderas de la playa!

Mas tarde, ¡la nómina de los buques perdidos y algunos otros detalles en los diarios!

¡Toda la población de la costa ha jurado que no caerá en la trampa el año que viene, y que renegará en alta voz contra Santa Rosa desde el primer día de agosto hasta el treinta de octubre, para que la santa no se acostumbre a estas trasposiciones!...

 
 
 
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de Eduardo Wilde

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