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Mientras admira estas cosas el dardanio Eneas, y pasmado, no acierta a apartar sus ojos de ninguna de ellas, llega al templo la reina Dido, hermosísima y rodeada de una numerosa comitiva de mancebos. Cual Diana, cuando en las riberas del Eurotas o en los collados del monte Cinto ejercita los coros de sus oreadas, que en gran tropel se agolpan en torno suyo; lleva la diosa su aljaba pendiente del hombro, y al andar sobresale por cima de las otras diosas: un secreto placer conmueve el pecho de Latona; tal aparecía Dido, tal circulaba satisfecha por en medio de los suyos, activando las obras y la futura grandeza de su reino. Entonces, en los umbrales de la diosa, y en medio de la bóveda del templo, rodeada de armas, se sentó en un alto solio, desde donde dictaba sentencias y leyes a su pueblo, y ajustaba por partes iguales o sacaba por suerte las tareas de las obras. En esto Eneas vio de repente llegar con grande acompañamiento de gente a Anteo, a Sergesto, al fuerte Cloanto y a los demás Troyanos, a quienes había dispersado la tempestad en el revuelto piélago y arrojado a otras costas. Pasmáronse a una Eneas y Acates, suspensos entre la alegría y el miedo; ansiaban por darles las manos, pero lo desconocido del caso les conturbaba el ánimo. Disimulan, y guarecidos con la niebla que los rodea, están a la expectativa de lo que anhelan saber: qué suerte ha cabido a sus compañeros, en qué playa han dejado sus naves, a qué vienen, pues los que se dirigían implorando favor con sus clamores eran gente elegida de todos los bajeles.

Luego que estuvieron dentro y se les permitió hablar delante del pueblo, el más anciano de todos comenzó así con sosegado continente: "¡Oh Reina! A quien Júpiter concedió edificar una nueva ciudad y refrenar con sus leyes a pueblos bravíos, los míseros Troyanos, trabajados por los vientos en todos los mares, te dirigimos nuestras súplicas. No permitas que infandos incendios abrasen nuestras naves; perdona a una generación piadosa y mira propicia nuestra suerte. No venimos a asolar con el hierro los líbicos hogares, o a llevarnos a la costa las robadas presas; no hay fuerza para tanto en nuestro ánimo, ni cabe tanta soberbia en los vencidos. Hay una región que los Griegos denominan Hesperia, tierra antigua, poderosa por sus armas y por la fertilidad de sus frutos, poblada un día por los Enotrios; mas hoy es fama que los descendientes de éstos la llaman Italia, nombre tomado del de su caudillo. A ella enderezábamos el rumbo, cuando el borrascoso Orión, levantándose con súbito remolino, nos estrelló en ocultos bajíos y nos dispersó enteramente por en medio de las ondas y de inaccesibles riscos, a impulso de los tenaces vientos, cubriendo nuestras naves el mar. Unos pocos hemos podido llegar aquí a vuestras playas. Pero ¿Qué linaje de hombres es éste, cuál es esta bárbara nación, que tolera tales costumbres? ¡Se nos veda refugiarnos en la costa! ¡Nos mueven guerra, y no nos permiten tomar la primera tierra que vemos! Si menospreciáis a los hombres y las armas mortales, pensad a lo menos en los dioses, atentos a lo justo y a lo injusto. Teníamos por rey a Eneas, el más justiciero, el más piadoso, el más grande de los hombres en la guerra, y el más valeroso; si los hados nos le conservan, si aun respira el aura vital, y no ha bajado todavía a las crueles tinieblas, no temas, que no te pesará de haberte adelantado a favorecernos. Todavía contamos con la ciudad de Sicilia y con sus armas y con el ilustre Acestes, descendiente de la sangre troyana. Permítenos sacar a tierra nuestra armada, quebrantada por los vientos, y repararla con maderas de tus bosques y surtirla de remos, si nos es dado proseguir nuestro viaje a Italia con nuestros compañeros, después de haber recobrado nuestro rey, para que alegres caminemos a aquella tierra y al Lacio. Pero si se nos niega toda salvación, y te tiene en su seno el mar de Africa, ¡Oh padre excelente de los Teucros! Y no nos queda ni aun la esperanza de recobrar a Iulo, concédenos a lo menos volver a los estrechos de Sicilia y a las moradas que nos están dispuestas, de donde hemos sido arrojados acá; concédenos volver a la corte del buen Acestes". Esto dijo Ilioneo ente los sordos murmullos que a la par se alzaban entre todos los Troyanos.

Entonces Dido, inclinada la cabeza, respondió en breves palabras: "Deponed el temor, ¡oh Teucros!, desechad los cuidados. La dura ley de la necesidad, en los principios de un reinado, me precisa a estas cosas y a mirar mucho por la seguridad de mis confines. ¿Quién no tiene noticia del linaje de Eneas y de los suyos? ¿Quién no ha oído hablar de la ciudad de Troya, y de sus proezas, y de sus héroes, y de los desastres de tan terrible guerra? No somos los Penos tan rudos como imagináis, ni unce el sol sus caballos tan apartado de la ciudad tiria. Ya os encaminéis a la grande Hesperia y a los campos de Saturno, ya a los confines del monte Erix, donde reina Acestes, yo os despacharé seguros con mis auxilios y os ayudaré con mis riquezas. ¿Queréis quedaros conmigo en estos reinos? Vuestra es esta ciudad que estoy edificando; sacad a tierra vuestras naves; sin diferencia alguna gobernaré a los Troyanos y a los Tirios. Y ¡ojalá que vuestro mismo rey Eneas, impelido por el viento que os ha traído a vosotros, estuviese también aquí! Ciertamente enviaré exploradores por las costas y mandaré registrar los términos del Africa, por si vaga perdido en las selvas o en los pueblos."

 
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