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Entre tanto el piadoso Eneas, revolviendo mil cuidados en su cabeza toda la noche, apenas empezó a despuntar la vivificadora luz del día, determinó salir a reconocer por sí mismo aquellos sitios desconocidos, y saber a qué playas le han impelido los vientos; si las habitan (pues las ve incultas) hombres o fieras, y llevar a sus compañeros cabal noticia de todo. Oculta sus naves en un hueco de los bosques, debajo de una socavada peña, cercada de árboles y opacas sombras, y sale acompañado solamente de Acates, blandiendo en su mano dos jabalinas con grandes puntas de hierro. En medio de la selva le sale al encuentro su madre, disfrazada con rostro, traje y armas de virgen espartana, o semejante a Harpalice de Tracia cuando fatiga sus caballos y vence en la carrera al rápido Euro, pues llevaba pendiente de los hombros, a modo de cazadora, el certero arco y daba al viento la suelta cabellera, desnuda la rodilla y prendida con un broche la flotante túnica. "Hola, mancebos, les dice, hablándoles la primera, ¿habéis visto aquí por acaso errante alguna de mis hermanas, ceñidas la aljaba y la piel de manchado lince, o acosando con sus gritos la carrera de espumante jabalí?"

Dijo Venus, a lo que respondió su hijo: "A ninguna de tus hermanas he oído ni visto, ¡oh virgen! Que no sé cuál nombre darte, pues ni tu rostro es de mortal, ni parece humana tu voz; ¡oh diosa seguramente! ¿Eres acaso la hermana de Febo o del linaje de las Ninfas? Quienquiera que seas, sénos propicia, alivia nuestro grave afán y dinos bajo qué cielo por fin, a qué playas del mundo nos ha arrojado la suerte. Ignorantes del sitio en que estamos y de los pueblos que la habitan, vagamos perdidos, arrastrados aquí por el viento y las inmensas olas; dinos dónde nos hallamos, y nuestra mano, agradecida, ofrecerá en tus altares numerosos sacrificios."

Venus contestó: "A la verdad no soy digna de tales honores; uso es de las doncellas tirias ceñir aljaba y calzar altos borceguíes de púrpura. Viendo estás los púnicos dominios, los Tirios y la ciudad de Agenor; éstos son los lindes africanos, poblados por una raza muy belicosa. Rige este imperio la reina Dido, que abandonó su ciudad de Tiro, huyendo de su hermano; larga es la historia de estas disensiones, muchos sus accidentes, pero sólo recordaré los puntos principales. Era Dido esposa de Siqueo, el más rico señor de tierras entre los Fenicios, y a quien profesaba la infeliz grande amor; virgen se la había dado su padre al unirla con él bajo felices auspicios; pero, como reinase en Tiro su hermano Pigmalión, el más perverso de los hombres, suscitóse entre ellos un odio terrible, y el impío Pigmalión, ciego con el amor del oro, asesinó al desprevenido Siqueo delante de los altares, despreciando el dolor de su amante hermana. Por largo tiempo tuvo encubierto el crimen, e inventando mil pretextos, burló con vanas esperanzas a la triste esposa; mas vio ésta en sueños la imagen de su marido insepulto, el cual, levantando la faz maravillosamente pálida, le descubrió su pecho traspasado por el hierro al pie del ara, y le reveló todo el oculto crimen de su familia. Persuádela enseguida a acelerar la fuga y abandonar su patria, y para auxilio del viaje le descubre antiguos tesoros que tenía enterrados, en cantidad inmensa de plata y oro. Agitada con esto Dido, preparaba su fuga y reunía los que habían de acompañarla, señalados entre los que más detestaban o temían al tirano; apodéranse de unas naves que por dicha estaban aparejadas, y las cargan de oro; las riquezas del avaro Pigmalión van por el mar, y una mujer capitanea la empresa. Llegaron los fugitivos a estos sitios, donde ahora ves las altas murallas y el alcázar, ya comenzado a levantar, de la nueva Cartago, y compraron una porción de terreno, tal que pudiera toda ella cercarse con la piel de un toro, de donde le vino el nombre de Birsa. Pero vosotros, decidme, ¿quiénes sois, de qué playas venís, a dónde enderezáis el camino? El, suspirando arrancando la voz de lo más hondo del pecho, respondió a estas preguntas:

"¡Oh diosa! Se he de referiros nuestras desgracias desde su origen, y tenéis vagar para oír los anales de nuestros trabajos, antes de que concluya, véspero sepultará la luz del día en el cerrado cielo. Después de andar errantes por diversos mares, un capricho de la tempestad nos ha arrojado a las costas africanas desde la antigua Troya (si por dicha el nombre de Troya ha llegado a vuestros oídos). Yo soy el piadoso Eneas, cuya fama llega al cielo; traigo conmigo en mis naves los patrios penates, arrebatados del furor de los enemigos, y voy buscando mi patria, Italia, y el linaje del supremo Júpiter, de quien desciendo. Con veinte bajeles di la vela en el mar frigio, y mostrándome el camino la diosa Venus, mi madre, seguí la suerte que me estaba deparada; hoy apenas me quedan siete naves maltratadas del euro y de las olas; yo mismo, desconocido, menesteroso, ando perdido por los desiertos de Africa, repelido de Europa y Asia". No pudo Venus oír más tiempo a su doliente hijo, y le interrumpió en estos términos, en medio de su dolor:

"Quienquiera que seas, ¡oh tú! Que acabas de llegar a la ciudad tiria, no creo que vivas aborrecido de los dioses. Prosigue tu camino y ve desde aquí a los dinteles de la reina Dido, porque te anuncio que recobrarás tus compañeros y tu armada dispersa, que han llevado a puerto seguro los vientos ya mudados, a menos de que mis padres me enseñasen en vano la ciencia de los agüeros. Mira esos doce alegres cisnes, cuya aérea bandada perseguía en el sereno cielo el ave de Júpiter, desprendida de la altura; mira cómo ahora, o andan por la tierra en larga hilera, o parece que eligen sitio donde posarse, y ya reunidos, baten las sonoras alas y forman círculos en el aire y sueltan el canto; no de otra suerte tus naves y la flor de tus guerreros o están ya en el puerto o entran en él a toda vela. Ve, pues, y dirige el paso adonde conduce ese camino."

 
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