Según fuese la óptica elegida, el debate de la república
antigua, desde Aristóteles y Cicerón hasta el humanismo cívico del Renacimiento,
giraba alrededor del sentido y el alcance del concepto de virtud: la república
era, al cabo, una forma de gobierno que descansaba en ese atributo del ciudadano
que lo hacía comportarse, en tanto sujeto participante, teniendo en mira el bien
de todos.
El siglo XVIII, por su parte, recuperó una herencia forjada en
el marco del régimen monárquico en Gran Bretaña (por ejemplo la que provenía de
John Locke o, más cerca, de la Ilustración escocesa) y arrojó al debate una
novedad de proporciones. Antes que un laboratorio de la virtud, la república era
un conjunto de derechos institucionalizados en una ley suprema. De la buena
calidad de esa constitución dependía la garantía de esos derechos ?la vida, la
libertad, la propiedad? y su sagrada inviolabilidad.
Libertas antigua y libertad moderna: la distinción no era
ociosa y hasta habría servido de frontera si en el propio debate ?en los Estados
Unidos, en Francia y de inmediato en Hispanoamérica? el lenguaje de la virtud no
se hubiese filtrado en la arquitectura del orden constitucional mediante
formulaciones inéditas que, además, se confundían con otros procesos
concomitantes como, por ejemplo, la formación de los estados nacionales, el
desarrollo de la economía y el descubrimiento de un nuevo paradigma de
legitimidad basado en la comprensión histórica.
Los grandes emblemas republicanos ?la libertad y la igualdad?
tomaron al principio la virtud como campo de experiencia, más tarde se
desplazaron hacia el territorio de los derechos delimitado por el Estado, luego
sirvieron de acicate para impulsar transformaciones materiales y, por fin, los
dos términos abrazaron la idea, según escribió Raymond Aron, "de que el hombre
se encuentra él mismo en el mundo histórico porque él es su creador, y que,
simultáneamente, este mundo exterior se encuentra reintroducido, introyectado en
la conciencia del observador". Hay pues en este retrato de la tradición
republicana, tal cual llegó y se desenvolvió en el siglo de Alberdi y Sarmiento,
un discurso de la virtud, un discurso del poder del Estado, un discurso de la
riqueza y un discurso sobre la historia.
Fácil es colegir que este panorama tiene el atractivo de la
complejidad. El cometido de una historia de las ideas políticas consiste en
distinguir estas líneas de pensamiento con su genealogía a cuestas para
comprobar, si ello fuese posible, las combinaciones que se operan en una
coyuntura histórica, los cambios que ocurren y las supervivencias que persisten.
Como el personaje de ficción que Robert Louis Stevenson imaginó en 1883, las
ideas políticas aparecen, desaparecen y (me atrevo a sugerir) reaparecen.