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En tal estado, llegué a mi casa.
Entré en mi cuarto. Comencé a desvestirme, siempre con la imagen
de Femando, radiante de dicha íntima, apasionada, ante los ojos de la
fantasía. Mi espíritu nadaba en la felicidad austera de la
conciencia satisfecha, de la superioridad racional, mística, del alma resignada y humilde... ¡Qué importaba el drama, qué importaba la vanidad, qué importaba todo lo mundano.... qué importaba la feroz envidia satisfecha del que se creía amigo!... Lo serio, lo importante, lo noble, lo grande, lo eterno, era la satisfacción propia, estar contento de sí mismo, elevarse sobre el vulgo, sobre las tristes pasiones de Femando... Antes de apagar la luz del lavabo me vi en el espejo. ¡Vi mis ojos! ¡Oh, mis ojos! ¡Qué expresión la suya! ¡Qué cristales! ¡Qué orgullo infinito! ¡Qué dicha satánica! Yo estaba pálido, pero, ¡qué ojos! ¡Qué hoguera de vanidad, de egoísmo! Allí dentro ardía Fernando, reducido a polvo vil... Era una pobre víctima ante el altar de mi orgullo... de mi orgullo, infierno abreviado. ¿Y la amistad? ¿La mía? ¡Ay! Detrás de los cristales de mis ojos yo no vi ningún ángel, como la amistad lo sería si existiese; sólo vi demonios; y yo, el autor del drama, era el diablo mayor... tal vez por razón de perspectiva... |
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Cristales
de Leopoldo Alas
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