Al entrar allí me fijé, por
primera vez en aquella noche, en el rostro de mi amigo, que vi reflejado en un
espejo. Sentí un escalofrío. Me atreví a mirarle a él cara a cara. Y en efecto, estaba como su imagen. Aún había en el amigo no sé qué de pasión que no había en el espejo. Estaba radiante. En sus ojos brillaba la dicha suprema con rayos que sólo son de la dicha, que no cabe confundir con otros. Fernando, muy diferente de mí en esto, era un amador de mucha fuerza y de buena suerte; para él la mujer era lo que para mí la amistad: su buena fortuna en galanteos le hacía feliz. Su rostro, generalmente frío, soso, de poca expresión, se animaba con destellos diabólicos, de pasión intensa, cuando conseguía su amor propio grandes triunfos de amor ajeno. Pero tan hermosamente transfigurado por las emociones fuertes y placenteras, como le vi aquella noche en aquel gabinete del café, no le había visto ni siquiera en la ocasión solemne en que vino a pedirme que le dejara solo en casa con su conquista más preciosa: la mujer de un amigo.
Mientras cenábamos, me fijé
en los ojos de Fernando. Allí se concentraba la cifra del misterio. Allí se leía, como clave del enigma: «¡Felicidad! ¡La mayor felicidad que cabe en este cuerpo y en este espíritu de artista de egoísta, de hombre sin fe, sin vínculos fuertes con el deber y el sacrificio!»