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Atardecer


Las chicharras ya anunciaban su letanía cuando el hombre saltó la cuneta trastabillando. El niño tensó los músculos al verlo y evitó mirarlo mientras se acercaba lentamente. Los bodoques, que con tanto esmero había estado amasando toda la tarde, perdieron su importancia. El perro amagó un resignado saludo con la cola, pero lo fue apagando a medida que toda su sabiduría le indicaba que no era una buena tarde.
El hombre era corpulento, ligeramente gordo, de pelo y ojos negros, que casi sin brillo lo guiaban a lo largo del terreno que ocupaba hacía años. Al final estaba la casita de material que tanto trabajo le había costado levantar con la Mabel, cuando vivía. Aparentaba unos cincuenta años pero tal vez el duro sol del norte argentino y la vida del obraje lo habían avejentado.
Un alambrado desprolijo lo separaba del vecino, que lo miró con recelo cuando pasó por su frente. Vestía humildemente pero sin harapos, el pantalón vaquero gastado denotaba mejores épocas y los parches de cuerina en las rodillas lo confirmaban. La camisa manchada de vino fortaleció las sospechas del mitaí, que siguió en cuclillas sin aparentar prestarle atención entretenido con sus juguetes de barro. Los mocasines que calzaba el hombre, sin medias, estaban cubiertos de la polvareda habitual en el caserío cuando pasaban días y días sin llover. Su cabello, duro de sudor y tierra, chorreaba gotas grasientas hacia el rostro perdido por el alcohol. El cinto de cuero gastado cuya punta sobresalía por debajo del extremo de la camisa, anunciaba la tragedia.
A pesar de todo, el niño no pudo vencer la tentación de echarle una mirada con sus ojos verdes, que brillaban de miedo bajo la negra cabellera. Fue la hebilla, reluciente —se diría que lustrada—, que sostenía a duras penas el pantalón, la que lo perdió. El hombre detuvo su marcha y el mundo junto con él. Solo las chicharras se mantuvieron indiferentes, entretenidas en su plegaria.
El niño, aterrado, volvió la mirada en el momento exacto en que la mujer salía de la casa. No era su madre, pero le había tomado cariño y las mañanas de cocido y chipá cuerito habían afianzado ese sentimiento. Apenas aliviado, bajó la cabeza y contuvo un esperado temblor. La mujer, de mirada vencida, no atinó a nada cuando vio salir el cinto del pantalón. Sabía lo que venía, todavía le dolían las costillas de la golpiza que recibió la vez que intentó defender al niño. Todo su instinto quiso reaccionar, pero el miedo pudo más, dio media vuelta y se metió en el rancho.
Esto avivó el coraje del hombre y el niño, traicionado, con un rápido salto hacia atrás esquivó el primer cintarazo y apenas el segundo. Pero estaba acorralado, dio media vuelta y se encontró con la puerta de la casa cerrada por la mujer.
En ese momento, resignado, cubriéndose con las manos el rostro para lo que venía, recordó cuando el cura del pueblo le contó que su mamá se había ido al cielo cuando lo tuvo, de lo linda que era y lo mucho que la lloraron. Se sintió solo, como siempre, como nunca.
El hombre, desencajado, tomó el arma por su extremo de cuero, balanceó la hebilla, borracho de poder y violencia, y se aprestó a pegar.
El silencio se hizo atronador cuando se callaron las chicharras, asombradas de lo que estaban viendo. El acero surcó el aire anhelando un mejor rival. El golpe fue certero, preciso, con la fuerza exacta dada por la experiencia en el monte. Bastó uno solo y el hombre se desplomó asombrado, súbitamente sobrio, imprevistamente muerto.
El niño levantó la vista y alcanzó a ver el hacha en el cuerpo caído. El último rayo de sol de la tarde iluminó los ojos del vecino, verdes como los del niño.

 
 
 
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Relatos del costado Norte de Esteban Mario García   Relatos del costado Norte
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