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I

Lejos de los caminos frecuentados por viajeros, duerme la provincia de Jujuy, en el corazón de este continente. Es la más apartada de nuestras provincias, y está separada de los países del Pacífico por la gigantesca Cordillera de los Andes; es una región montañosa y poblada de bosques, de tórridos calores y fuertes tormentas; las únicas vías de comunicación que tiene este enorme territorio con el mundo exterior son unas cuantas carreteras apenas más grandes que caminos de herradura.

Los habitantes de esta región tienen pocas necesidades; no ambicionan progresar, y nunca han variado su manera de vivir. Los españoles tardaron largo tiempo en conquistarlos; y hoy día después de tres siglos de dominación Cristiana, todavía hablan el quichua y se alimentan en gran parte con patay, una especie de pasta dulce confeccionada del fruto del algarrobo; emplean, así mismo, como bestias de carga, la llama, regalo de sus antiguos señores, los incas.

Lo dicho hasta aquí es de común conocimiento, pero nada saben los de afuera del carácter peculiar del país, o de la laya de cosas que acontecen dentro de sus confines, siendo Jujuy para ellos sólo una región muy lejana, contigua a los Andes, a la cual el progreso del mundo no afecta. Ha querido la Providencia darme un conocimiento más íntimo del país, y éste ha sido para mí, desde hace muchos años, una gran aflicción y penosa carga. Pero al tomar la pluma, no lo hago con objeto de quejarme de que todos los años de mi vida se consumen en una región donde todavía se le permite al gran enemigo de la humanidad poner en tela de juicio la supremacía de Nuestro Señor, y que pelea en lucha igual con sus discípulos; mi único objeto es precaver -y quizá también consolar- a los que me suceden aquí en mi ministerio y vengan a esta iglesia de Yaví, ignorando las medidas que se tomarán para matar susalmas. Y si yo asentara en esta relación cualquier cosa que pudiera perjudicar a nuestra santa Religión, debido a nuestro pobre entendimiento y nuestra poca fe, ruego que el pecado que cometo en ignorancia se me perdone, y que este manuscrito perezca milagrosamente sin que nadie lo haya leído.

Cursé teología en el famoso Seminario de la ciudad de Córdoba, y en el año 1838, habiendo cumplido veintisiete años, fui nombrado cura de una pequeña parroquia en la lejana provincia ya mentada. ¡La costumbre de obedecer que me inculcaron de muchacho mis maestros los jesuitas, hizo que ya aceptara este mandato sin murmurar y aun con aparente regocijo. Pero me llenó de pena, aunque debí sospechar que algún duro destino de tal naturaleza me fuera designado, viendo que en el Seminario me hicieron estudiar el quichua, lenguaje que hoy día sólo se habla en las provincias andinas. Con amargo mas secreto pesar me arranqué de todo lo que hacía la vida amena y apetecible -la sociedad de muchos amigos, las bibliotecas, la hermosa iglesia donde había ido a misa- y de aquella renombrada universidad que ha prestado a los turbulentos anales de nuestro desdichado país cualquier lustre de saber y poesía que posean.

Mis primeras impresiones de Jujuy no fueron muy alentadoras. Después de un fatigoso viaje que duró cuatro semanas -los caminos eran malos y el país estaba muy revuelto por aquel tiempo -, llegué a la capital de igual nombre que la provincia, un pueblo de unos dos mil habitantes. De allí proseguí a mi paradero, un caserío llamado Yaví, situado en la frontera nordeste, donde nace el río del mismo nombre, al pie de aquella cadena de montañas que, desprendiéndose de los Andes hacia el Este, separa a Jujuy de Bolivia. Sufrí una gran decepción con la laya del lugar al que había venido a vivir. Yaví era un pueblecito desparramado de unas noventa almas, ignorantes, apáticas la mayor parte indios. A mi desacostumbrada vista, el país parecía consistir en una confusión informe y desolada de rocas y gigantescas montañas, comparadas con las cuales las famosas sierras de Córdoba llegaban a parecer meras lomas, y de vastos y lóbregos montes, cuyo silencio sepulcral sólo era interrumpido por el grito salvaje de algún ave peregrina, o por el sordo ruido atronador de una lejana catarata.

Luego que me hube dado a conocer a la gente del pueblo, me puse a obtener informes del país la redonda; pero al cabo de poco tiempo, empecé perder toda esperanza de poder encontrar alguna vez los límites circundantes de mi parroquia. El país era salvaje, y estaba habitado únicamente por unas pocas familias, muy separadas como todo despoblado, me era en sumo desagradable, pero como con frecuencia tendría que hacer largas excursiones, resolví aprender lo más posible de su geografía. Luchando constantemente por vencer mis propias inclinaciones, que congeniaban más bien con una vida sedentaria y estudiosa, me propuse ser muy activo; y habiéndome procurado una buena mula, empecé a hacer largas caminatas todos los días, sin llevar un baqueano, y con sólo una brújula de bolsillo para no perderme. Jamás he podido vencer mi aversión a desiertos silenciosos, y en mis largas excursiones evitaba los tupidos montes y profundos valles, siguiendo, en cuanto fuera posible, por la abierta llanura.

Un día, habiendo ido a unas cuatro o cinco leguas de Yaví, encontré creciendo solitario, un árbol de gran tamaño, y sintiéndome sofocado por el calor, me apeé de la mula y me tendí a su amena sombra. Se oía venir de su follaje un continuo susurro de lechiguanas, pues el árbol estaba en flor, y este arrullo calmante me produjo aquella tranquilidad de animo que conduce insensiblemente al sueño. Estaba, sin embargo, aún lejos de quedarme dormido, con ojos entornados, cuando, de repente, desde la densa frondosidad, sobre mi cabeza, resonó un grito, el más terrible que jamás haya oído ser humano. La voz era como la de un mortal, pero expresaba un grado de agonía y desesperación más allá de lo que podría sentir cualquier alma viviente, y me hizo la impresión que sólo podía haberlo producido alguna anima en pena, a la cual se le hubiera permitido vagar por breve tiempo por la tierra. Se siguieron grito tras grito, cada cual más fuerte y terrible que el anterior, y de un salto me puse de pie, el pelo erizado y brotándome, de puro susto, un profuso sudor por todo el cuerpo. Lo que originaba aquellos gritos enloquecedores permaneció invisible a mis ojos; y, por último, corriendo a mi mula, monté de un salto en ella y no dejé por un momento de azotar a la pobre bestia durante todo el camino a casa.

En llegando a Yaví, mandé buscar a un tal Osuna, un indio rico que hablaba el castellano y que era muy respetado en el pueblo. Por la noche vino a verme, y entonces le conté el trance tan extraordinario que me había acontecido ese mismo día.

No se aflija, padre -repuso-; eso que usté ha oido es el kakué.

 
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