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El 20 de julio de 1849, un elegante carruaje de alquiler rodaba lentamente por una de las calles más apartadas de la ciudad de Gante.

Parecía que el cochero no sabía dónde tenía que parar, pues acortaba cada vez más el paso de su caballo y volvía a menudo la cabeza como para interrogar al viajero que conducía.

-Más adelante -le dijo éste; -en el número 70, ante una puertecita verde.

El cochero paró el vehículo ante una vivienda de modesta apariencia, y el viajero descendió.

Era éste un hombre de edad madura, pues aparentaba haber pasado de los cuarenta años. Conservaba su rostro las huellas de hondos pesares o de alguna grave enfermedad; pero la delicadeza, la distinción de su porte y la elegancia de su traje, denotaban a un hombre del gran mundo.

Aguardó unos minutos delante de la puerta que permanecía cerrada; luego, reprimiendo un movimiento de impaciencia, llevaba otra vez la mano al cordón de la campanilla, cuando se oyó descorrer un cerrojo; y la puerta se abrió apareciendo en el hueco una anciana que debía ser la criada, y que miraba tímidamente al viajero y al carruaje.

-¿Buena mujer, no vive aquí el señor Homaus?

-¿Qué dice usted, caballero? No entiendo -contestó la criada con chillona voz.

Repitió la pregunta, y la anciana que evidentemente no le había entendido mejor que la primera vez, le hizo señas para que entrase, cerró la puerta tras de él, y volvió a gritar, llevándose una mano al oído:

-Es preciso hablar alto, señor; tengo el oído algo torpe... pero pase usted, si gusta, señor.

Después de introducirle en una habitación bastante espaciosa, le dijo:

-Ahora hable alto y dígame lo que desea.

El desconocido, sin molestarse por las maneras bruscas de la anciana, levantó la voz y dijo lentamente silabeando las palabras:

-He preguntado si vive aquí el señor Homaus, ex intendente de los barones Berkhout, que habitó siempre en Bruselas.

-No hay que gritar tanto, no soy sorda, señor. Dice usted que si el señor Homaus vive todavía y qué tal está, ¿no es eso? Pues bien; durante el invierno estuvo de bastante cuidado, pero se ha restablecido casi por completo. ¿Que cuánto tiempo durará ese estado? ¡Sólo lo sabe Dios! ¡Ochenta y dos años y casi ciego!...

-Pero, ¿le puedo hablar?

-No, señor; desde hace meses el señor no recibe más visitas que las del cura y del médico.

Es que vengo de Holanda con el único objeto de hablarle. Me conoce mucho... Entréguele usted mi tarjeta y verá cómo me recibe en seguida.

-No sé qué decirle, señor -replicó la anciana, moviendo la cabeza con un gesto dubitativo, -pero, en fin, se la entregaré... Siéntese, caballero, vuelvo al momento, probablemente con una negativa, porque el señor Homaus no quiere recibir a nadie.

La criada salió de la habitación dejando al viajero muy intranquilo respecto al resultado de su viaje; pero pensando que, si no lo recibían, podría intentar otro medio para ver al anciano.

Al llamar en aquella casa, cuyo exterior era tan humilde, sospechó que el ex intendente de los barones Berkhout se encontraba en una posición exageradamente modesta, en cuyo caso hubiera tenido la satisfacción de ayudarle. Pero el examen que hizo del salón en que esperaba, le demostró que se había equivocado. El cuarto estaba amueblado con lujo, el suelo cubierto con una buena alfombra y todo revelaba que el propietario no conocía las privaciones.

A los pocos momentos volvió la anciana criada, levantando los brazos al cielo y exclamando:

-¡Señor! ¡Señor! Qué cosa más extraña. Cuando le dije a mi amo que había una visita se puso las gafas, y después de leer la tarjeta de usted, se levantó y permaneció de pie más de dos minutos. ¡El, que hace un mes apenas podía sostenerse! Luego, mirando al cielo, exclamó: ¡Hammes! ¡Hammes! ¿Será posible? ¡Vive todavía y Dios no le ha castigado! Inmediatamente, pasado este momento de excitación, cayó extenuado en sillón. ¿Se llama usted Hammes? ¿Se ha portado usted mal con él en otro tiempo?... A un hombre tan bueno, eso no hubiera estado bien...

-¿Pero se niega a recibirme? -preguntó con tristeza el extranjero. Y sin responder a las preguntas que la anciana le dirigía, añadió: ¡Tendré que recurrir a otros medios para hablarle!

Y se encaminó hacia la puerta.

-Se engaña usted, señor. Me ha dado orden de que le acompañe a su cuarto. Tenga usted la bondad de seguirme.

Subieron, y al llegar al piso segundo, la criada, señalándole una puerta, le dijo:

-Pase usted; ahí está mi amo.

El anciano, envuelto en una bata, hallábase sentado en un sillón, apoyada la cabeza en varias almohadas; imponía lo demacrado de su rostro. A su lado había una mesa llena de medicamentos. A la primera ojeada se adivinaba, que los días del pobre enfermo estaban contados.

 
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de Enrique Conscience

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