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I

LA APARICIÓN DE LA SIRENA

Mar del Plata, enero 15 de 19..

Vine a Mar del Plata deseoso de pasar una temporada de descanso, para reponer las fuerzas físicas y morales gastadas durante el año en la lucha por la vida. Y, tentado por una mala inspiración, desafiando el azar, jugué, jugué grandes sumas, jugué sumas mayores que todo mi peculio, y perdí, ¡perdí siempre! Un destino ciego e implacable me perseguía.

Hace varias noches, preocupadísimo por mi precaria situación, me encaminé a la playa después de comer. Con las manos en los bolsillos y el cigarro en la boca, absorto en mi pensamiento, seguí lentamente por la orilla del mar. El acaso me llevó al torreón del Monje, donde cansado y abatido, me senté sobre una piedra.

Escuchaba yo el murmullo de las olas, cuando de pronto sorprendió mis tímpanos una sorda y larga, larga nota cristalina, que parecía salir del seno de las aguas. Luego se oyeron dos o tres notas más, siempre largas, sordas, con un misterio de lo sublime y lo infinito... La voz pareció subir después a flor de agua y vibrar en el aire límpido de la noche. Diríase que una habilísima cantante se ensayaba, en una ligera cadencia, dos o tres trinos in crescendo, y, por fin, en una serie de notitas staccato, que parecían las perlas de un collar desgranándose sobre una bandeja de plata.

Corrióme un escalofrío por todo el cuerpo y levanté la cabeza. Mis ojos, fosforescentes de terror de lo desconocido, escrutaron las tinieblas. La voz había callado. El cielo sin una sola estrella estaba negro como un abismo. En la playa no se notaba ningún indicio de vida. Las embravecidas olas del mar azotaban la base del torreón, tan desierto que parecía un castillo en ruinas donde vagaran ánimas impenitentes... Esperé un buen rato que se reanudara el canto, y, cansado de esperar en vano, regresé al hotel a acostarme.

A la siguiente mañana me despertó el camarero, preguntándome si iría enseguida a bañarme en el mar como de costumbre. Yo rechacé violentamente semejante indicación, como si el baño de mar tuviera para mí el peligro de un baño de fuego... Es que, siendo jugador, soy supersticioso, y pensaba en las antiguas leyendas de sirenas que se enamoran de simples mortales, los fascinan con sus cantos, los atraen con sus encantos y los sumergen en el fondo del Océano, arrebatándoles la vida en un espasmo de amor.

Todo el día tuve en mi oído la voz que oyera. Hacíame el efecto de un llamado del Amor y de la Muerte. Y aunque estuve tentado de consultar a un amigo sobre el caso, preferí callarme temiendo que se me tuviese por loco. No era, además, necesario explicar mi actitud preocupada y taciturna, pues todos se la explicaban por mis considerables pérdidas en el juego.

En cuanto llegó la noche me encerró en mi habitación, dispuesto a no exponerme a escuchar de nuevo la voz de la Sirena. Mas, contra toda mi voluntad, como arrastrado por ese misterioso instinto que lleva a las falenas a quemarse las alas en la luz, fui otra vez por la orilla del mar a sentarme sobre una peña al pie del torreón. Y esperé y esperé, sin percibir más que el grito infinito del mar, minutos que me parecían horas, horas que me parecían siglos...

En un reloj lejano dio la media noche. Transcurrieron todavía algunos instantes... y oí el eco lejanísimo de unos gorjeos que, parecían vibrar bajo el agua... Como no se acentuara el murmullo, apenas perceptible con el ruido de las olas, echéme de bruces en la arena y apliqué el oído a la orilla...

¡Oh, efecto maravilloso! Ahí abajo, hondo, muy hondo, cantaba una potente voz de mujer la más rara melodía...

Aunque convencido de que semejantes notas no podían ser producto, ni de la garganta ni de la técnica humanas, registré los alrededores del torreón con el propósito de averiguar si en alguna parte se escondía algún hombre o mujer para sorprender al transeúnte con el milagroso canto. Pero, a pesar de que la luna estaba envuelta en nieblas, pude comprobar que no se veía ningún barco en el mar, que no había ni un alma en la tierra...

Volvíme al casino como en la noche anterior, volví al hotel, volví a mi aposento, y volvióme a despertar, a la mañana siguiente, el mozo, para preguntarme si iría a tomar mi baño de mar... Mas no volví a excusarme sino que fui, fui al mar y me metí en él con mi traje de baño, llevado por esa fatal atracción del Amor, de la Muerte, del Misterio. Y a pesar de que nunca me aventuro a internarme nadando cuando el mar está bravo, esta vez me interné, sin atender los fuertes gritos con que me llamaban los bañistas desde la orilla y desde el muelle, advirtiéndome que mi vida corría un serio riesgo con semejante marejada...

... A la distancia parecióme reconocer las formas bellísimas de una sirena que avanzaba majestuosamente hacia mí, cortando el busto la líquida superficie como la proa de un buque. Dirigíme yo también hacia ella... nadé, nadé... nadé cuanto pude... y perdí el conocimiento...

Viéndome abogar, la copiosa concurrencia la rambla y de la playa -según se me dijo después, -lanzó desesperadas voces de auxilio. Tocóse la campana de alarma. Y dos guardias de la costa corrieron a un bote, fueron adonde veían aparecer y desaparecer mi cabeza pálida y moribunda, arrojóse allí uno al agua, y me salvaron...

Cuando volví en mí, estaba cómodamente instalado en mi lecho del hotel. Rodeábanme personas solícitas, encantadas de verme con vida. Y, entre ellas, mis dos salvadores...

Supe entonces que los dos hablaban de la milagrosa intervención de una mujer, una nadadora incógnita de poderosa belleza, que me tomó en los brazos cuando me ahogaba, y me sostuvo hasta que ellos llegaran a socorrerme desapareciendo luego en el mar como un pez...

Nadie creyó a los guardias la historia de la nadadora, nadie, menos yo... ¡Yo sabía que era ella, ella la Sirena! Y sentí el pecho lleno ternura al pensar que debía agradecerle la vida.

Pasé el día en cama, con fiebre, delirando. No obstante, en cuanto llegó la noche, vestíme y salí con el sigilo y la premura de un escapado de presidio... Fui, naturalmente, a sentarme junto al torreón de la orilla del mar, creyéndome un enamorado que acude a una cita.

Como en las veces anteriores, a media noche surgió el extraño, canto del fondo del abismo...

Descalcéme y, agazapándome contra las piedras como un cazador en acecho, me dirigí hacia el punto de la costa de donde parecía venir la voz... Bajo el fantástico plenilunio descubrí allí el más extraordinario espectáculo: ¡una Sirena, una verdadera Sirena de carne y hueso, que se peinaba con peine de nácar sus cabellos de oro, cantando sentada sobre una alta peña a la orilla del mar!

 
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