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I

En uno de los cantones más boscosos de la verde Normandía, en el corazón de la antigua provincia del Perche, se alza, a la extremidad de una larga avenida de olmos, un edificio que parece datar de la época de Enrique, IV y que llaman en el país el castillo de La Roche-Ermel. Es un sencillo pabellón flanqueado en los ángulos de dos torrecillas agudas; a uno de los lados del patio hay una pequeña capilla, de una época anterior, y del otro la mansión señorial.

Los La Roche-Ermel son una de las más antiguas familias de la región, pero no de las más ricas.

El conde Leopoldo, que representaba hacia mediados de este siglo la rama principal, era el mayor de los tres hijos, y la parte de herencia que tocó a cada uno no pasaba de unos doce mil francos de renta. Era muy poco para sostener el castillo y para habitarlo con dignidad. Esta vetusta residencia patrimonial parecía, pues, condenada a pasar a manos extrañas, cuando fue salvada de esta profanación por un rasgo de abnegación que no deja, de tener ejemplos en las familias nobles.

El hermano y la hermana del Conde le donaron sus bienes, renunciando, los dos a todo porvenir, a todo destino personal, confundiendo todo su ser en la persona de su hermano mayor y jefe de su casa. Estos dos grandes corazones cumplieron ese acto con sencillez, y su hermano lo aceptó de la misma manera, porque él hubiera procedido de idéntico modo.

Estos La Roche-Ermel eran muy estimados en la comarca y sus alrededores. Se plegaban al espíritu del siglo de buen grado, si bien con la reserva exigida por sus títulos. Era, por otra parte, una raza, fuerte que imponía el respeto por condiciones morales y aun físicas que parecían en ella hereditarias. El conde Leopoldo era un hombre de estatura imponente, de aspecto tranquilo e intrépido y de una exquisita cortesía algo alarmante. Mientras ensayaba sus segadoras mecánicas y hacía premiar a sus discípulos en los concursos agrícolas de la región, su hermano Carlos Antonio, que llamaban el caballero, vigilaba el jardín, la biblioteca, la bodega y el barómetro.

Tenía mucha afición a la botánica y pasaba horas encantadoras estudiando los musgos de la avenida. Era, además, un apasionado por la música. Su timidez le impedía exhibir su talento en público; pero no era raro oír a horas avanzadas de la noche los sonidos melodiosos. de su flauta que salían de la torrecilla que habitaba.

La hermana, Angélica Paula, presidía discretamente las obras de caridad que ocupaban ancho lugar en las tradiciones de la familia. Cuidaba de las ropas de la casa, componía los "menús" y confeccionaba dulces. En el intervalo de estos cuidados domésticos, pintaba flores y pájaros canturreando viejas romanzas donde siempre figuraban como héroes pastorcillos atrevidos y pastoras inflexibles.

Fue en este ambiente de honradas gentes que nació, hacia 1850, Juana de La Roche-Ermel, la, cual, justo es decirlo, fue acogida, al principio bastante fríamente. Gracias al desinterés generoso de su hermano y hermana, el conde Leopoldo, pudo casarse con una joven y acaudalada vecina, que había sido el amor de su juventud, pero cuya, desigualdad de fortuna parecía obstáculo invencible. Esta unión, feliz bajo todo punto de vista, permaneció durante largo tiempo estéril. Una grave indisposición de la Condesa hizo, por fin, concebir esperanzas y los Condes vieron realizadas sus aspiraciones, si bien incompletamente, pues confiaban en el nacimiento de un varón. Dos o tres años más tarde, el Conde tuvo el dolor de perder a su joven esposa. La había querido demasiado para pensar en un segundo enlace, y tuvo que resignarse a no dejar heredero varón de su rama. Esta amargura fue suavizada por una circunstancia especial de familia.

Tenía por vecino, y por amigo a uno de sus primos hermanos que llevaba legalmente el mismo apellido que él, puesto que eran hijos de dos hermanos, pero que en la comarca llamaban Boisvilliers para. distinguirlo de su pariente.

Desde las ventanas superiores del castillo La Roche-Ermel, por entre los árboles se podía divisar los detalles que decoraban la fachada del castillo de Boisvilliers, pesada construcción del último siglo. Las dos posesiones estaban ligadas por sus avenidas.

Existía entre los dos primos un aire de familia tan acentuado, que a cierta distancia los confundían.

La semejanza moral no era menor, pues tenían los mismos sentimientos e idénticos gustos. Tanto el uno como el otro se ocupaban asiduamente de los intereses locales, de mejoras agrícolas, de crianza de ganado, de caza, y muy poco de política.

Ahora bien, el señor de Boisvilliers tenla un hijo -Felipe,- nacido pocos antes que su prima Juana, y en cuanto el conde Leopoldo hubo perdido toda esperanza de tener un heredero directo, su sueño dorado fue unir su hija a Felipe de Boisvilliers, quien después de él debía ser el jefe de los La Roche-Ermel.

¿Dejó el conde Leopoldo escapar este secreto de su corazón?

¿Esta combinación tan natural y conveniente surgió de improviso en el espíritu de las dos familias?

Como quiera que fuese, el hecho es que el casamiento futuro de los dos niños fue desde entonces cosa convenida tanto en La RocheErmel como en Boisvilliers. Primero se habló de ello misteriosamente, con alusiones y sonrisas; después se envalentonaron y se decía a Felipe: "Tu mujercita", al hablarle de Juana: y a Juana: "Tu maridito", aludiendo a Felipe. Las mujeres, y especialmente Angélica Paula, se complacían en ese juego, que no dejaba, digámoslo, de interesar mucho a la señorita Juana. Estaba, tanto como puede estarlo una niña, enamorada de su primo. Se divertían en esconder a Felipe detrás de una cortina o debajo de una mesa y después introducían a Juana. Esta adivinaba pronto su presencia e iba directamente al escondite, poniéndose roja como la grana al descubrirlo. Todos se crispaban entonces de alegría, a excepción del joven Felipe, muchacho altivo y tímido, al cual todo aquello le parecía cruelmente insoportable. Había heredado de su madre, que desgraciadamente ya no existía, una sensibilidad nerviosa un poco exaltada. Las bromas que los sirvientes y las comadres de la vecindad no le escatimaban acerca de sus amores, y de su casamiento contribuían a exasperarlo, y su pequeña novia presuntiva, causa inocente de todas esas preocupaciones, se convertía poco a poco para él en objeto de una extremada antipatía. Estas impresiones le acompañaron al liceo Luis el Grande, en dónde ingresó cuando iba a cumplir quince años, y se avivaban fuertemente al acercarse las vacaciones. Su regreso a la región natal quedaba envenenado de antemano al pensar que iba a encontrar a su fatal prima sonriente, ruborosa; su aversión hacia ella había acabado por extenderse hasta los lugares donde ella respiraba, y hasta las personas que la rodeaban, y no hay duda que a haber dispuesto del rayo hubiera fulminado el castillo de La Roche-Ermel, sus dependencias, incluso el jefe de la rama mayor, el caballero Carlos Antonio y su flauta, la tía, Angélica Paula, la pobre Juana, y la servidumbre.

Semejantes disposiciones en el joven de Boisvilliers, si hubieran sido sospechadas por las dos familias, hubieran sembrado la consternación; pero la respetuosa deferencia de Felipe hacia su padre y sus hábitos hereditarios de perfecta cortesía no dejaban escapar ningún síntoma de sus sentimientos secretos. Se observaba, sí un poco de frialdad y de cortedad en sus relaciones con su prima; pero esta actitud quedaba suficientemente explicada por la timidez natural de su edad.

 
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de Octavio Feuillet

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