Recordamos haber visto una reproducción en yeso de un busto que llevaba la firma de Carpeaux. Aquel busto copiaba al hijo de Dumas, el del Conde de Montecristo. Su cabello indómito, su frente despejada con un si es no es de protuberante, sus bigotes casi erizados, la expresión del rostros, todo parecía decir harto bien claro: de tal palo tal astilla. Es que también venía a la memoria, al contemplar aquel simulacro, tanta y tanta obra aplaudida del que ha podido demostrar practicamente a los sostenedores del atavismo, que un padre de talento puede tener un hijo que herede su capacidad, a pesar de los fisiólogos que opinan contrario.
¡Cuán diferente el ingenio del hijo, en este caso!
Heredó la savia del viejo tronco, pero al crecer por sí la rama robusta, retoñó y floreció con propia vida y galanura. ¿El padre tuvo mayor fuego y potencia imaginativa? Si ello es así, hay que recordar su idiosincrasia, su sangre de mulato, y aquellos granos de sal propia que sabía aplicar a sus guisos y a sus obras, quien era tan excelente escritor como insigne cocinero.
El egregio novelador no dejo, con todo, mejor obra que su hijo. Éste ha subido tanto, que al decir Dumas, hay que preguntar para evitar confusiones:
-¿El padre, o el hijo?
Tuvo éste, además, por herencia, la laboriosidad incansable, el pulmón sano y vigoroso, y el trabajar como un gañán.
Comenzó haciendo versos el muchacho: prometió ser poeta lírico en Los pecados de la Juventud; y hétenos que de la noche a la mañana se nos improvisa un escritor trascendental, pluma de peso, desde la creación de su Madame Aubray), que no se puede conocer sin tenerle cariño y llorar muy sinceras lágrimas al escuchar sus parlamentos.
Pero, sobre todo, el corazón, el corazón fue el que le dio al bravo joven un romance todo sentimiento, en la amable Dama de las Camelias. Dice Julio Claretie, y dice muy bien, que Dumas escribió esta obra, así como si hubiera dejado correr sus lágrimas.
Nada de estudio, sí de desahogo.
Luego viene la debatida cuestión. ¿Margarita es un tipo real? Sí. Los que aseguran lo contrario, o no han visto la vida sino en las novelas o no comprenden la encarnación de ese humanismo tan bellamente compendiado.
No se dice que todas las damas alegres, que todas las mundanas sean capaces de ser unas Margaritas. La historia de esa dulce y simpática mujer caída es excepcional. Y harto bien dice el autor: «Si ella no saliera de la generalidad, no valdría la pena escribirla».
La infeliz María Duplessis, que murió tísica y dejó lo único que le quedaba a su sobrina, con la condición de que no iría nunca a París, merecía que aquella alma joven, Dumas, se inspirase en ella, la amase, la redimiese, e hiciese que el público todo sintiera la compasión y el cariño para la infeliz, salvada por el amor tras una existencia tempestuosa y mundanal.