Allá en lo alto del campanario, las campanas conversaban entre ellas. Las dos más jóvenes estaban de mal humor y decían:
-¿No es ya hora de dormir? pronto van a dar las doce, y ya nos han sacudido dos veces obligándonos a hablar en medio de las tinieblas, como sí fuera completamente de día, y como si llamáramos a la misa de los domingos. Unos hombres se mueven en la iglesia: todavía van a volver a fastidiarnos. ¿No pueden dejarnos tranquilas?
-La más vieja dejó oír un gruñido de cólera, y con voz grave aunque algo cascada, dijo:
-¡Callaos, chiquillas! estáis diciendo tonterías. Cuando hicisteis el viaje a Roma para que os bendijeran, jurasteis cumplir vuestro deber: ¿no sabéis que el primer minuto del día de Navidad no tardará en vibrar, y que debéis celebrar el nacimiento de Aquel cuya resurrección habéis celebrado?
Una campanita joven replicó:
-¡Hace tanto frío!
La vieja exclamó con aire severo:
-¿Y creéis que él no tenía frío cuando vino al inundo, desnudo, débil y llorando? ¿No hubiera sufrido en las alturas de Belén, si el buey y el asno no lo hubieran calentado con su aliento? En vez de rezongar y de quejaros, tomad vuestras voces más dulces, recordando el cántico que su madre entonaba para hacerlo dormir. Preparaos: estoy viendo que ya encienden los cirios; cerca del altar de la Virgen han construido un pesebre; han sacado la bandera del estuche; el sacristán se da prisa; está resfriado y estornuda: ¡puf, qué cochino! ¡despabila la vela y las narices con los dedos! El señor cura se ha revestido con su alba bordada; oigo un ruido de zuecos que se acerca: son los campesinos que vienen a rezar; el reloj está desarrollando la cadena, va a dar horas. ¡Navidad, Navidad, tocad, toquemos a todo vuelo, para que nadie pueda decir que no le hemos llamado a la misa de media noche!