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I

EL KARDÚN

El kardún, como todo el mundo sabe, es el más bonito, delicado y astuto de todos los lagartos. Está vestido de oro como un gran señor, pero es tímido y modesto, y vive solo y retirado, a lo que debe, sin duda, que le tengan por sabio.

El kardún no hace nunca daño a nadie y no hay nadie que no quiera al kardún.

Las muchachas se muestran ufanas cuando, al pasar, las mira con ojos acariciadores y dulces, asomando su cuello azul sembrado de rubíes entre las grietas de una pared o haciendo brillar a la luz del sol los reflejos innumerables del tisú maravilloso de que está adornado.

-No es a tí sino a mí a quien el kardún ha mirado -se dicen las muchachas unas a otras-; soy yo la que le parezco más bonita, y seré su preferida. El kardún, empero, no piensa en eso, va buscando acá y allá delicadas raíces para obsequiar a sus camaradas y regalarse con ellas sobre una piedra caldeada por el sol del mediodía.

En cierta ocasión, halló el kardún en el desierto un tesoro compuesto de monedas de oro tan limpias y relucientes que parecían acabaditas de acuñar. Un rey que huía para ponerse en salvo, habíalas dejado allí para correr más de prisa, libre de aquella carga.

-¡Caramba! -exclamó el kardún-; he aquí un hallazgo que si no me engaño, me servirá para pasar magníficamente el invierno. Deben ser rodajitas de esas zanahorias frescas y azucaradas en las que sueño cuando la soledad me aburre; pero no he visto nunca tantas juntas y tan apetitosas y el kardún se deslizó hacia el tesoro, no directamente, que eso no entra en sus costumbres, sino dando un prudente rodeo. De vez en cuando con la cabeza levantada y olfateando el aire, con el cuerpo erguido y la cola derecha y vertical como un palo, se detenía indeciso, mirando en su derredor y, aplicando el oído finísimo; escrutando a derecha e izquierda, escuchando y viéndolo todo, asegurándose más y más, avanzando a veces resueltamente como un valiente kardún y encogiéndose otras temblando de miedo, como un pobre kardún que se ve perdido lejos de su agujero; y después, decidido y alegre, arqueando el cuerpo, ofreciendo el dorso a todos los juegos de luz, arrollando los pliegues de su rico caparazón, erizando las escamas doradas de su cota de mallas, verdeando, ondulando, huyendo, levantando el polvo bajo sus dedos y los latigazos de su cola.

Era sin disputa, el más lindo de los lagartos.

Cuando llegó junto al tesoro, clavó en él una mirada escrutadora, se puso derecho como un huso, apoyóse luego en sus patitas delanteras y abalanzóse a la primera moneda de oro que se ofreció a sus dientes.

Y se rompió uno.

El kardún retrocedió dando un salto; pero volvió a la carga y escarmentado, mordió con menos fuerza y con las debidas precauciones.

-¡Están endiabladamente secas! -murmuró-. ¡Ah! los kardúns que acumulan rodajas de zanahorias para su prole, debieran conservarlas en lugares donde no perdieran sus cualidades comestibles nutritivas. Preciso es reconocer -añadió para su interior- que la especie kardún no está muy adelanta. En cuanto a mí, que las comí el otro día y que gracias al Cielo, no estoy acosado por el hambre como un kardún vulgar, transportaré estas provisiones al pie del gran árbol del desierto y las colocaré sobre la hierba humedecida por el rocío del cielo y el fresco de los manantiales y me acostaré junto a ellas en la fina arena hasta que los primeros rayos del sol vengan a calentarme; y cuando una torpe y aturdida abeja, abandonando, la flor en que ha dormido, me despierte con sus zumbidos y su loco vuelo, me regalaré con el mejor almuerzo de príncipe que haya tenido jamás un kardún.

El kardún de que hablo era un kardún de acción, así es que a las palabras siguieron los hechos. Aquella misma noche, el tesoro, pieza a pieza trasladado, refrescábase inútilmente amontonado sobre un blando tapiz de musgo alto que doblaba sus tallos bajo el peso del oro. Por encima un árbol inmenso extendía sus ramas lujuriantes de verdes hojas y flores, como invitando al viandante a echar un sueño a su sombra.

Y el kardún, fatigado del trabajo que había hecho, durmióse profundamente y soñó con las frescas rodajas.

Esta es la historia del kardún.

 

II

JAILÚN

Al día siguiente llegó al mismo paraje el pobre leñador Jailún irresistiblemente atraído por el melodioso glu glu de las aguas corrientes y el fresco y alegre fru fru del follaje. Aquel lugar de descanso era muy a propósito para halagar la pereza natural de Jailún, que estaba aún lejos del bosque y que según su costumbre, no se inquietaba demasiado por llegar allí cuanto antes.

Como son pocos los que han conocido personalmente a Jailún, diré que era una de esas infelices criaturas que la Naturaleza crea sólo para que vivan.

Era feo, contrahecho y de muy escasa inteligencia; pero sencillo y bueno, incapaz de hacer daño a nadie, incapaz de pensar y más incapaz, aún de comprender; de suerte que su familia sólo vió en él, desde su infancia, una carga y un estorbo.

Los desprecios y repulsas a que Jailún veíase constantemente expuesto, le aficionaron, en buena hora, a la vida solitaria, y por eso escogió el oficio de leñador, a falta de los otros que no hubiera podido ejercer por impedírselo su corto entendimiento: en su pueblo le llamaban el tonto.

Los chiquillos le seguían por las calles, burlándose de él y gritando:

-¡Paso al honrado Jailún! ¡Paso a Jailún, que es el leñador más simpático que maneja el hacha y que va a hablar de ciencias con su primo el kardún en los claros del bosque! ¡Bien por Jailún!

Los hermanos del leñador evitaban su encuentro y se avergonzaban de él, ruborizándose si por casualidad le tropezaban en su camino.

Pero Jailún fingía no verlos y sonreía a los chiquillos.

Jailún estaba persuadido de que la pobreza de su vestido era la causa principal de aquellas burlas y desprecios, pues nadie juzga mal de sus dotes intelectuales; y concluía diciéndose que siendo el kardún uno de los más bellos seres de la tierra cuando se pavoneaba al sol, debía ser también una de las criaturas favoritas de Dios; y en consecuencia, prometíase para sus adentros que, si lograba trabar íntima amistad con el kardún, procuraría que éste le cediera alguna parte de sus galas, y con ellas ataviado entraría en el pueblo deslumbrando a todo el mundo con sus magnificencias.

-Dicen -añadió, después de reflexionar cuanto lo permitía su entendimiento-, dicen que el kardún es mi primo, y siente una viva simpatía hacia ese ilustre personaje. Puesto que mis hermanos me rechazan y desprecian, no me queda otro pariente cercano que el kardún; viviré con él, si me recibe bien, aunque sólo le sirva para prepararle un lecho de hojas secas en el que pueda descansar por la noche, velar su sueño y caldearle su habitación con un alegre fuego cuando llegue el mal tiempo. El kardún -prosiguió Jailún tras de una breve pausa- puede envejecer antes que yo, porque ya era un kardún hecho y derecho cuando yo era todavía muy pequeñito, cuando su madre me lo presentó diciendo: -Mira, es todo un kardún. A Dios gracias, yo se los cuidados que necesita un enfermo y los halagos y naderías con que se les entretiene. ¡Lástima que sea tan orgulloso!

Y en verdad, el kardún respondió muy mal a los buenos propósitos y deseos, de Jailún. Al acercarse el leñador, el lagarto huyó como un rayo deslizándose sobre la arena, y no paró de correr hasta llegar a lo alto de una piedra ,donde se detuvo para lanzar al recién llegado una mirada centelleante con ojos que brillaban más que carbúnculos.

Jailún le contempló con aire respetuoso, y juntando las manos exclamó:

-¡Ah, primo mío! ¿Por qué huyes de mí? ¿No soy acaso tu amigo y camarada? No te pido más sino que me permitas vivir contigo y servirte, con preferencia a mis hermanos, por los que, sin embargo, daría mi vida gustoso, pero que me parecen menos simpáticos y amables que tú. No rechaces a tu fiel Jailún si como creo, tienes necesidad de un buen criado.

Pero el kardún se alejó todavía más, y Jailún volvió a casa de su madre llorando a lágrima viva, porque su primo el kardún no había querido hablarle.

Su madre montó en cólera al oírle y dándole unos pescozones le dijo:

-¡Vete de aquí, desdichado! Ve a reunirte con tu primo el kardún, ya que eres indigno de tener otros pariente.

Jailún obedeció, como de costumbre, y fue a buscar a su primo el kardún.

-¡Ah! -exclamó al llegar al pie del árbol gigantesco- he aquí una cosa muy rara... Mi primo el kardún se ha dormido a la sombra de estas enormes ramas, al borde del arroyo, y esto es contrario a sus costumbres. La ocasión es a propósito para hablarle de mi asunto cuando se despierte... Pero, ¿qué diantre pensará hacer con esas rodajitas, amarillas? ¿Las habrá reunido para adornar su vestido? Quizá estará de bodas. A fe de Jailún que en los bazares de los kardunes se engaña a los compradores, pues salta a la vista que esas chucherías no valen nada en comparación con las escamas del manto de mi primo. Esperaré, sin embargo, a ver lo que me dice, si está de mejor talante que de ordinario. Me tenderá aquí cómodamente, y como tengo el sueño muy ligero, me despertaré al mismo tiempo que él.

Mas apenas se hubo tendido, cruzó por su mente una idea que le llenó de temor.

-La noche está muy fresca -se dijo- y mi primo el kardún no está acostumbrado como yo a dormir a la orilla de los arroyos y en medio del bosque.

El aire de la mañana puede serle perjudicial.

Jailún se quitó su chaqueta y cubrió con ella al kardún, con toda clase de precauciones para no despertarle. El kardún no se despertó.

Hecho esto, Jailún se durmió profundamente, soñando con la amistad del kardun.

Esta es la historia de Jailún.

 

III

EL FAQUIR ABHOC

Al día siguiente llegó al mismo paraje el faquir Abhoc, que aparentaba hacer una larga peregrinación pero que en realidad iba buscando alguna buena ganga.

Al llegar al manantial, a cuyo borde quería descansar, vio el tesoro y al punto calculó su valor.

-¡Gracia inesperada -exclamó- que el Dios todo poderoso e infinitamente misericordioso concede a mi comunidad, después de tantos años de prueba! Y para que la conquista me resulte más fácil, lo ha puesto bajo la custodia de un inocente lagarto y de un pobre muchacho tonto.

 
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