Capítulo I
Y tan pronto como puedas, apresúrate a venir, mi querido
Enrique; te aguardo con impaciencia. Por lo demás, el país es magnífico, y esta
región de la Baja Hungría es muy a propósito para despertar el interés de un
ingeniero; aunque no sea más que desde este punto de vista, no te pesará haber
hecho el viaje. Tuyo,
MARCOS VIDAL
Así terminaba la carta que recibí de mi hermano el 4 de abril
de 1877.
Ningún signo premonitorio señaló la llegada de esta carta, que
llegó a mis manos del modo habitual, es decir, por la mediación sucesiva del
cartero, del portero y de mi criado, el último de los cuales, sin sospechar
siquiera toda la trascendencia de su acción, hubo de presentármela en una
bandeja, con su acostumbrada tranquilidad.
Análoga fue la tranquilidad mía, mientras abría la carta y la
leía de cabo a rabo, hasta estas últimas líneas transcritas, que sin embargo,
contenían, en germen, acontecimientos verdaderamente extraordinarios en los que
iba a verme mezclado.
¡Tal es la ceguera de los hombres! ¡Así es como va tejiéndose,
sin cesar, y sin notarlo, la trama misteriosa de su destino!
Mi hermano acertaba en sus presunciones; no me pesa haber
llevado a cabo este viaje, pero, ¿hago bien en contarlo? ¿No es una de esas
cosas que es preferible callarlas? ¿Quién llegará a dar crédito a una historia
tan extraña, que ni el más audaz de los poetas se habría atrevido a
escribir?