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Una hermosa mañana del mes de mayo de 182... entraba don Blas Bustos y Mosquera, escoltado por doce hombres a caballo, en el pueblo de Alcolote, a una legua de Granada. Cuando le veían llegar, los vecinos entraban precipitadamente en las casas y cerraban las puertas a aquel terrible jefe de la policía de Granada. El cielo ha castigado su crueldad poniéndole en la cara la impronta de su alma. E, un hombre de seis pies de estatura, cetrino, de una flacura que asusta. No es más que jefe de la policía, pero hasta el obispo de Granada y cl gobernador tiemblan ante él.

Durante aquella guerra sublime contra Napoleón que, en la posteridad, pondrá a los españoles del siglo XIX por delante de todos los demás pueblos de Europa y les asignará el segundo lugar después de los franceses, don Blas fue uno de los más famosos capitanes de guerrillas. El día que su gente no había matado por lo menos un francés, don Blas no dormía en una cama: era un voto.

Cuando volvió Fernando (VII), le mandaron a las galeras de Ceuta, donde pasó ocho años en la más horrible miseria. Le acusaban de haber sido capuchino en su juventud y haber colgado los hábitos. Después, no se sabe cómo, volvió a entrar en gracia. Ahora don Blas es célebre por su silencio: no habla jamás. En otro tiempo le habían valido una especie de fama de ingenioso los sarcasmos que dirigía a sus prisioneros de guerra antes de ahorcarlos: se repetían en todos los ejércitos españoles.

Don Blas avanzaba despacio por la calle de Alcolote, mirando a las casas de uno y otro lado con ojos de lince. Al pasar por una iglesia, tocaron a misa; más que apearse, se precipitó del caballo y corrió a arrodillarse junto al altar. Cuatro de sus guardias se arrodillaron en torno a su silla; le miraron: en sus ojos ya no había devoción. Tenía su siniestra mirada lavada en un hombre de muy distinguida apostura que estaba rezando a unos pasos de él.

¡Cómo es esto -se decía don Blas-: un hombre que, según las apariencias, pertenece a las primeras clases de la sociedad y yo no le conozco! ¡Este no ha aparecido en Granada desde que yo estoy en ella! Se esconde.»Don Blas se inclinó hacia uno de sus guardias y le dio orden de detener a aquel joven en cuanto saliera de la iglesia. Pronunciadas las íntimas palabras de la misma, se apresuró a salir él mismo y fue a instalarse en el comedor de la hostería de Alcolote. No tardó en aparecer, extrañado, aquel joven.

-¿Cómo se llama?

-Don Fernando della (sic) Cueva.

El humor siniestro de don Blas se agravó más aún, porque, al verle de cerca, observó que don Fernando era guapísimo: rubio y, a pesar del mal paso en que se encontraba, con una expresión muy dulce. Don Blas miraba pensativo a aquel mozo.

-¿Que empleo tenía usted en tiempo de las Cortes?- dijo por fin.

-En 1823 estaba en el colegio de Sevilla; entonces tenía quince años, pues ahora no tengo más que diecinueve.

-¿De qué vive?

El joven pareció irritado por la grosería de la pregunta; se resignó y dijo:

-Mi padre, brigadier del ejército de don Carlos IV (Dios bendiga la memoria de este buen rey), me dejó una pequeña finca cerca de este pueblo; me renta doce mil reales (tres mil francos); la cultivo con mis propias manos con ayuda de tres criados, que seguramente le son muy leales. Excelente núcleo de guerrilla dijo don Blas con una sonrisa amarga. ¡A la cárcel e incomunicado! añadió al marcharse, dejando al preso en medio de su gente.

A los pocos momentos, don Blas estaba almorzando.

«Con seis meses de prisión -pensaba- me pagará esos lindos colores y ese aire de lozanía y de insolente satisfacción.» El guardia que estaba de centinela a la puerta del comedor levantó vivamente la carabina. La apoyó contra el pecho de un anciano que intentaba entrar en el comedor detrás de un pinche de cocina que llevaba una fuente. Don Blas se precipitó hacia la puerta; detrás del anciano vio a una muchacha que le hizo olvidar a don Fernando.

-Es cruel no darme tiempo para comer -dijo al anciano-, pero entre, explíquese.

Don Blas no podía dejar de mirar a la muchacha; veía en su frente y en sus ojos esa expresión de inocencia y piedad celestial que resplandece en las bellas madonas de la escuela italiana. Don Blas no escuchaba al anciano ni seguía comiendo. Por fin salió de su abstracción; el anciano repetía por tercera o cuarta vez las razones por las cuales se debía poner en libertad a don Fernando de la Cueva, que era desde hacía tiempo el prometido de su hija Inés, allí presente, y se iban a casar el domingo próximo. En este momento, los ojos del terrible jefe de policía brillaron con un resplandor tan extraordinario, que asustaron a Inés y hasta a su padre.

-Nosotros hemos vivido siempre en el temor de Dios y somos cristianos viejos -continuó éste-; mi raza es antigua, pero soy pobre, y don Fernando es un buen partido para mi hija. Nunca ejercí cargo alguno en tiempo de los franceses, ni antes ni después.

Don Blas no salía de su hosco silencio.

-Pertenezco a la más antigua nobleza del reino de Granada -prosiguió el anciano-; y antes de la revolución -añadió suspirando- le habría cortado las orejas a un fraile insolente que no me contestara cuando yo le hablase.

Al anciano se le llenaron de lágrimas los ojos. La tímida Inés sacó del seno un pequeño rosario que había tocado el manto de la madona del pilar (sic), y sus bonitas manos apretaban la cruz con un movimiento convulsivo. El terrible don Blas clavó su mirada en aquellas manos. Luego se fijó en el busto, bien torneado, aunque un poco opulento, de la joven Inés.

«Sus facciones podrían ser más regulares -pensó-; pero esa gracia celestial no la he visto nunca más que en ella.»

-¿Y se llama usted don Jaime Artegui? dijo al fin al anciano.

-Tal es mi nombre -contestó don Jaime, irguiendo más su apostura.

-¿De setenta años?

-De sesenta y nueve solamente.

-Usted es -dijo don Blas, serenándose visiblemente-; llevo mucho tiempo buscándole. El rey nuestro señor se ha dignado concederle uno pensión anual de cuatro mil reales (mil francos). Tengo en Granada dos años vencidos de esa real merced, que le entregaré mañana al mediodía. Le haré ver que mi padre era un rico labrador de Castilla la Vieja, cristiano viejo como usted, y que nunca fui fraile, de modo que el insulto que usted me ha dirigido cae en el vacío.

El viejo hidalgo no se atrevió a faltar a la cita. Era viudo y vivía sólo con su hija Inés. Antes de salir para Granada la llevó a casa del cura del pueblo y tomó sus disposiciones como si nunca más hubiera de volver a verla. Encontró a don Blas Bustos muy engalanado; llevaba un gran cordón sobre el uniforme. Don Jaime le encontró el aire atento de un viejo soldado que quiere hacerse el bondadoso y sonríe a cada paso y sin venir a cuento.

 
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