Hay ciertos mundos en los que da gusto entrar. Aunque en ellos la lógica no sea la corriente, la habitual, uno se siente cómodo, a gusto. Como en el de Lewis Carrol, o en el de Alfred Jarry, o en el de Boris Vian.
Y así ocurre también en el mundo que crea Osvaldo Svanascini en sus cuentos. Aunque uno esté, como el protagonista de "La Confesión", atrapado en una botella en el fondo del Riachuelo, o como Tristán, héroe del cuento que lleva su nombre, dialogue con un rinoceronte y un armadillo, igualmente se siente cómodo. Las imágenes se coordinan como piezas de relojería y el caos ha sido desalojado, reemplazado por una nueva lógica gobernada por la estética.
23 cuentos van pasando frente a los ojos del lector y uno no sabe que admirar más: si la inventiva, la insólita gracia de las situaciones, la transparencia de la prosa, o la estructura de los personajes. En estos años finales del Siglo XX, cuando uno alcanza a comprender que el futuro no tiene sobresaltos pues ya ha sido reiterada y polimórficamente imaginado, internarse en el mundo de Svanascini es, (como en el de Escher) no una aventura, sino una posibilidad poco común, pero al alcance de la mano, de vivir en la tierra al margen de la ley de gravedad.
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