La novela, como creación y testimonio, alcanza uno de sus más definidos impactos en La Casa de la Plaza, al influjo de una perfecta simbiosis del hombre y de su época que, fundiendo la maestría artística con un tema histórico de subyugante atracción, elabora una nueva épica donde el hombre-pueblo es el motor de los acontecimientos, el forjador de su porvenir. Testimonio veraz, artísticamente veraz, de una epopeya moderna, la desnazificación y democratización de la Alemania poshitlerista, la novela de Kasakievich recrea y emociona, y no por nimiedades sino por su aguda pasión polémica, por su enjundiosa humanidad. Es mérito del autor saber introducirnos a través de vividas imágenes literarias y psicológicas, exentas de todo formalismo esquemático, en lo hondo de un conflicto que siendo social es también individual, ya que no se trata solamente de las controvertidas opiniones y disímiles acciones de los vencedores conducentes a forjar una nueva y democrática Alemania sino también de cómo reeducar o no ha quienes pueden ser reeducados, de cómo conquistar el alma de las personas mezquinas para la noble causa de la comunidad. La verdad histórica se expresa al respecto con un realismo crudo, inequívoco pero ecuánime, que llega con naturalidad a la sensibilidad del lector, transmitida por personajes auténticos en su grandeza y sus flaquezas, y que adquieren en la figura del comandante Lubientsov, apasionado por crear y por elevar al hombre, dimensión arquetípica. Como anteriormente en Dos en la estepa y El corazón del amigo, Kasakievich, que vivió como soldado soviético todas las vicisitudes de la guerra, vuelca también en La casa de la Plaza su amor por el hombre, su convicción en las grandes virtudes humanas como factor decisivo del destino de las comunidades. Y logra una obra de intenso valor histórico y literario, de jerarquía poco común en la novelística contemporánea.
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