En los últimos días del año 800, Carlomagno fue coronado emperador por el Papa León III. Sus dominios se extendían entre los Pirineos y el Elba, y desde el Tiber hasta el mar del Norte. Y ahora, el Pontificado de Roma se ponía bajo su protección, igual que el patriarca de Jerusalén que por ese tiempo, y con similar propósito, le enviaba el estandarte de la ciudad y las llaves del Santo Sepulcro. Árbitro de Occidente, artífice de Europa, dotó a su imperio de una unidad, religión y sistema institucional; pero sobre todo logró una misma civilización. Gracias a él, a su empeño y ansia de saber, la cultura -hasta entonces confinada en conventos-, comenzó a propagarse.
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