Prólogo
En la falda del Parnaso, bajo la sombra azulada y de vaporosa
transparencia de los mirtos elegantes y de los esbeltos cedros que rodean la
fuente Hipocrene, una embalsamada tarde primaveral, las Musas, hijas de Júpiter
y de Mnemosina, descansaban, recostadas en actitud voluptuosamente modesta,
sobre el pasto florido. Escuchaban los mil cuentos con que su divino maestro
Apolo, después de la lección, las solía entretener.
Ese día, les contó que de países lejanos, separados de Grecia
por una inmensidad de agua, y conocidos por el nombre de América, había llegado
la noticia de existir una ciudad importante, comparable, según se aseguraba, por
la refinada cultura de sus habitantes, por su amor a las bellas-artes, por el
respeto y la admiración con que rodeaban a los artistas y a los poetas, a la
misma Atenas, hija predilecta de los dioses. Y las Musas, entusiasmadas,
pidieron a Apolo que las acompañase hasta dicha ciudad, donde los hombres, sin
duda, les edificarían templos para remunerar sus lecciones y les dedicarían el
culto que han sabido merecer en todo el orbe civilizado.
Montadas en el fabuloso caballo Pegaso, llegaron a la América
del Sud, y admiraron la gran ciudad. Pero pronto vieron que Mercurio se les
había adelantado; que todo, en ella, no era más que comercio, y que todo se
vendía por dinero, menos justamente las obras de los artistas, que nadie quería
comprar, por no comprender el valor que pudieran tener.