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I. Me he propuesto, ¡Oh César Nerón!, escribir de la clemencia para hacer en cierto modo de espejo y presentando tu imagen a ti mismo, hacerte llegar al placer mayor de todos. Porque aunque en realidad el verdadero fruto de las obras rectas sea el haberlas hecho y no haya ningún premio digno de las virtudes fuera de ellas mismas, es grato examinar y recorrer una buena conciencia, y luego dirigir la vista a esa inmensa muchedumbre, discorde, sediciosa, desgobernada, dispuesta a correr tanto a la destrucción de los demás como a la propia, si rompiera este yugo, y hablar así consigo mismo: "¿Por ventura he sido yo de todos los mortales el que agradé a los Dioses y fuí elegido para hacer en la tierra las veces de ellos? Soy yo, para los pueblos, el árbitro de la vida y de la muerte: la suerte y condición que tenga cada uno está en mi mano; lo que la fortuna quiera dar a cada uno, los pronuncia por mi boca; de nuestra respuesta los pueblos y las ciudades conciben causas de alegría; ninguna parte del mundo es próspera sino por mi voluntad y favor; todos estos millares de espadas, que contienen mi paz, serán desenvainadas a una señal mía; las naciones que han de ser destruídas totalmente, las que han de trasladarse, a cuáles se les ha de dar libertad, a cuáles se les ha de quitar, qué reyes han de hacerse esclavos, cuáles cabezas conviene que ciñan la diadema regia, qué ciudades han de derrumbarse, cuáles han de nacer, es derecho mío decretarlo. Con este poder tan grande ni la ira, ni el ímpetu juvenil, ni la temeridad, ni la obstinación de los hombres, que con frecuencia acaban con la paciencia de los más tranquilos, ni la gloria, dura pero frecuente en los muy poderosos, de manifestar su poder por el terror, me han impulsado a suplicios injustos. Envainada, más aun, atada a mi lado, tengo la espada; suma es mi parsimonia aún de la sangre más vil; no hay nadie que, si le faltan otros títulos, no encuentre gracia en mí por ser hombre. Tengo escondida la severidad, pero a la vista la clemencia; me comporto como si hubiera de dar cuenta a las leyes, que del olvido y de las tinieblas yo he traído a la luz del día. Me conmovió la poca edad del uno, la vejez del otro: perdoné a uno por su dignidad, a otro por su bajeza; cuando no encontré ninguna razón de misericordia, me perdoné a mí mismo. Si hoy los Dioses inmortales me pidiesen cuentas del género humano, estoy preparado para devolvérselo hombre por hombre.

Audazmente puedes proclamar, oh César, que todas las cosas que han sido puestas bajo tu fidelidad y tutela están segura y que nada por ti se le quita a la República o por la violencia o clandestinamente. Aspiraste a una rarísima alabanza, hasta ahora no concedida a ningún príncipe: la de no dañar. No ha sido este esfuerzo en vano, ni ésta tu singular bondad ha encontrado apreciadores malignos o ingratos. Se te agradece: nunca fué un hombre tan querido para otro como tú para el pueblo romano, del que eres el mayor y duradero bien. Pero te has impuesto una gran carga; nadie habla del divino Augusto, ni de los primeros tiempos de Tiberio César, ni nadie busca fuera de ti un ejemplar que quiera que tú imites; se exige que tu principado sea a tu propio gusto. Difícil sería esto, si esta bondad no te fuese natural, sino afectada temporalmente. Porque nadie puede llevar un disfraz durante mucho tiempo; las cosas fingidas pronto vuelven a su condición natural; lo que se sostiene en la verdad y nace, por así decirlo, de lo sólido, con el tiempo va a más y mejor.

Grande era el azar que corría el pueblo romano, pues era incierto lo que daría de sí esta tu noble índole; los deseos públicos ya están asegurados, porque no hay peligro de que te capte un súbito olvido de ti mismo. La demasiada facilidad hace ciertamente a los hombres codiciosos y nunca son los deseos tan moderados, que cesen cuando consiguen su objeto, sino que pasan de cosas grandes a otras mayores, y cuando se consigue lo inesperado se fomentan las más insensatas esperanzas; ahora, sin embargo, todos tus súbditos confiesan que son felices y que a lo que ya tienen nada se puede añadir, sino que sea perpetuo. A esta confesión, que es lo último que hace el hombre, le obligan muchas cosas: profunda seguridad, abundancia, el derecho puesto sobre toda injuria; se ofrece a los ojos la forma más alegre de la República, a cuya suprema libertad nada le falta sino el permiso de destruirse a sí misma. Lo principal, sin embargo, es que igual admiración por tu clemencia ha llegado a los más elevados y a los más bajos; porque los demás bienes los siente cada uno en proporción con su fortuna y los espera mayores o menores; de la clemencia todos esperan lo mismo, y no hay nadie tan complacido en su inocencia que no se goce de estar en presencia de la clemencia, propicia a los errores humanos.

 
 
 
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