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—Quítate, me pesas —ordenó Alex, con tono seco y sin mirarla.
Franny no se movió. En cambio dijo:
—Ay, pero qué humor tenemos —entre risueña y provo-cadora.
Y después, tal vez incentivada por el silencio del sabueso, sintió la confianza suficiente como para hacer que su pezuña descendiera del hocico al pecho.
—¡Que te quites, cerda! —dijo Alex, levantándose brus-camente.
Franny cayó/se dejó caer en la cama riéndose. Por la forma violenta en que se había levantado, una de las orejas del sabueso había quedado dada vuelta sobre la cabeza, y eso a Franny, pareció causarle mucha gracia. Rió y quedó tendida boca arriba por un rato. Luego se acercó a la nutria para juguetear con ese pelo tan oscuro, tan largo y sedoso, tan diferente al suyo. La nutria estaba distraída. Al sentir que la tocaban giró y miró a la chancha con una intensidad que la estremeció. Franny sintió como si esa mirada no hubiera respetado los límites de la piel y se le hubiera metido dentro; como si en ese todo su ser estuviera abierto, a disposición para quien quisiera leerlo, tomarlo, o destruirlo. Pero fue sólo un instante —algo tan mínimo y volátil que resultaba imposible juzgar si había sido real o nada más que una simple impresión—; enseguida los ojos de la nutria cambiaron el foco y se perdieron en alguna otra parte cautivados por algo que parecía no existir, como solían hacer cuando la droga era buena o, al menos, suficiente. Y entonces se produjo un silencio. Alex pareció a punto de romperlo, pero no lo hizo. Fue Franny quien habló:
—Qué fácil pierdes la paciencia, corazoncito —era un reproche y una advertencia; infantil y, a la vez, seria.
Alex balbuceó que lo sentía sin siquiera hacer el esfuerzo de que su disculpa sonara creíble. Era claro que no lo sentía realmente, que lo había dicho por costumbre o como un simple formulismo; como una forma, desganada, de respetar las reglas de un juego que la cerda había invocado. Murmuró esa disculpa, que no pretendía pasar por sincera, y se acercó a los pies de la cama para recoger su ropa. Se puso primero unos calzoncillos blancos y luego volvió al sillón para calzarse unos pantalones deportivos de terciopelo granate. Se apoyó en el respaldo para meter las dos patas inferiores al mismo tiempo y quedó sentado por un rato. Observó primero los músculos de sus patas y el pecho, quizás porque los sintiera entumecidos, y luego movió suavemente la cabeza, como para ubicar el lugar donde nacía la tensión. Y en uno de esos movimientos, accidentalmente, se topó con el cuerpo de la cerda. Y sin darse cuenta la deseó, con los ojos entrecerrados, con pereza; y cargó la mirada con muchas cosas que era preferible ocultar. Franny lo sorprendió y le sonrió arqueando una ceja para hacérselo saber. Lukas el doberman entró justo en ese momento.

—Tome asiento, detective —dijo el juez.
George veía cómo su pequeño reflejo iba girando en los ojos del murciélago a medida que éste se daba vuelta y descendía de la barra que colgaba del techo.
—Gracias, no voy a demorar demasiado —dijo, acomodándose en uno de los cuatro sillones de cuero rojo del desnivel, y desprendiendo los botones de la gabardina que no pensaba quitarse.
El juez avanzaba con cierta lentitud hacia uno de los sillones acomodando las solapas de la bata y arreglando el cinturón. Movió la cabeza y dejo ver un gesto mínimo de agrado:
—Aprecio eso —dijo, levantando la vista por un instante para mirarlo.
Luego se sentó, cruzó las patas y se puso a acomodar el tabaco en su pipa con mucho cuidado. Cuando se sintió satisfecho sacó una pequeña caja de fósforos de alguna parte de su manga izquierda y la encendió.
—Usted dirá.
Pero George no dijo, George miró. Lo estudió con un poco de aprehensión y otro poco de algo que no sabía bien qué era pero que supuso respeto —no pudo darse cuenta de que en realidad esa desagradable sensación que sentía era una alerta ancestral grabada en su código genético—. Samuel entendió esto rápidamente y tuvo la cortesía de aguardar con paciencia a que su inesperado visitante se sintiera en confianza. Pero tras un buen rato de esperar en silencio y de deslizar los ojos por los objetos intrascendentes de su living sintió que estaba esperando algo que no iba a llegar jamás, así que se enderezó en el asiento y sin más miramientos lo enfrentó. Los ojos de murciélago eran oscuros e inquietantes, y pese a que se había advertido a sí mismo, George no pudo evitar dar un pequeño salto en el asiento.
—Tengo que pedirle un favor, Su Señoría —dijo, apu-rado.
Samuel sonrió, sus ojos se hicieron un poco más claros, si es que eso era posible, y el reborde húmedo de su hocico se ensanchó.
—Por supuesto. Siempre es un placer ayudar a un oficial de la ley.

—¿Qué es esto?
Lukas estaba visiblemente molesto.
—¿Qué es esto?
Repitió Alex y miró en derredor con una expresión que parecía querer mostrar lo obvio de la respuesta: sexo con hembras de segunda en una cama circular en medio de una de las habitaciones privadas del club.
—Ya sabes lo que quiero decir.
—Reprochar —corrigió Alex.
Lukas le clavó la mirada. Tenía los dientes apretados y mucha tensión en el lomo:
—Es increíble que hayas elegido justo este momento para estas cosas, cuando hay tanto que preparar.
Lukas habló con lentitud midiendo las palabras. Alex torció la vista y alzó una pata al aire.
—Ya, tranquilo. Ya se van, de cualquier manera.

 
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