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—¿Puedo servirle?
—Busco a Su Señoría —respondió George.
—¿El señor es…?
George sacó una placa del bolsillo interior de la gabardina y la elevó frente al rostro de la suricata con un dejo de soberbia. La suricata no miró la placa en ningún momento ni se dio por enterada del gesto; siguió con la vista fija en los ojos del sapo y la expresión congelada hasta que dijo:
—Un momento, por favor.
Pero no se fue inmediatamente sino que lo observó aún un poco más —de esa forma tan particular en que lo hacía: como si no pudiera levantar los párpados más que hasta la mitad y por eso se viera obligado a inclinar la cabeza hacia atrás—, antes de cerrar la puerta.
Cuando George quedó solo se puso a mirar en derredor sin permitir que nada le llamara demasiado la atención. Había senderos con árboles recortados siguiendo un mismo patrón y adornados con arbustos y flores; una fuente que volcaba los destellos reflejados en el agua con lentitud y cierta belleza; y por sobre las paredes de un jardín interior asomaban palmas y enormes hojas de bananero. Luego se puso a golpear la placa contra la palma de su otra pata imitando vagamente —porque el recuerdo era vago— al protagonista de una película policial. Estaba cansado y molesto por no haber podido dormir bien ni ducharse. La suricata lo sorprendió distraído. George tardó en reaccionar.
—Por aquí, señor. Su Señoría lo espera en el living.

El living era realmente grande y luminoso. Estaba ubicado detrás de un jardín y tenía puertas de vidrio que ocupaban completamente uno de los lados y que solían estar abiertas. Además del aire y la luz dejaban pasar algunas hojas de bananero. Junto a la entrada había una larga mesa con doce sillas y detrás una biblioteca y un bar cargado de copas y botellas que precedía a un desnivel circular con cuatro sillones. Justo en el centro, en medio del living y por encima de todas estas cosas, dos sólidos ganchos dorados surgían del techo sujetando una barra que a primera vista, e incluso para alguien que supiera del tema, parecía de platino. De ella colgaba, patas para arriba, un murciélago grande y oscuro envuelto en una bata de rojos intensos y guardas negras. Llevaba una pipa vacía calzada en el hocico.
La suricata se detuvo unos metros antes de llegar al desnivel, inclinó ligeramente la cabeza como indicaban las normas y carraspeó. El murciélago leía el diario ayudado por unos diminutos lentes redondos sin patilla que apenas parecían ser capaces de sostener unos cristales extraordinariamente gruesos. No oyó el llamado de su mayordomo o decidió no prestarle atención. Siguió leyendo tal como lo venía haciendo sin que hubiera en sus gestos ningún indicio de que había reconocido la presencia del mayordomo.
La suricata dejó transcurrir unos cuantos minutos antes de volver a intentarlo. El carraspeo fue más notorio en esta ocasión pero la respuesta siguió siendo la misma. George comenzaba a ponerse nervioso y a buscar una forma discreta para salir de ahí cuando una voz inconfundible y profunda, capaz de generar una mezcla de emociones compleja e inquietante, descendió de la barra.
—Pensé que había sido claro cuando dije que no me gustaba que me molesten aquí.
Su nombre era Samuel, el juez. La mayoría le decía “el viejo”.

Mientras tanto, en otro lugar, Franny avanzaba lenta y provocativamente sobre una cama circular, en cuatro patas y con la vista fija en un sabueso llamado Alex, que estaba sentado en un sillón de cuero negro con la lengua colgando hacia un costado y respirando agitado. Avanzaba con sensualidad y cadencia, haciendo que sus pechos y los jamones de sus patas temblaran levemente; y que las gotas de una transpiración que no había cesado aún se deslizaran por su pelo. Era rosado, chillón, corto, y brillante; y tenía la rara cualidad de, sin importar el tipo de luz que cayera sobre él, producir un reflejo intenso e intimidante. Aunque, quizás, lo intimidante fuera la actitud, o la mirada, o esa forma de mover el hocico y de estirar los huecos de la nariz como si se tratara de dos pequeñas vaginas ávidas.
El sabueso no le prestaba atención pero Franny no se daba por vencida: avanzó hasta el borde de la cama para apoyar las dos patas delanteras en el suelo y balancear suavemente las caderas. Ese movimiento hizo que la nutria, que había compartido la cama con ellos y que aún permanecía acostada, estirara una extremidad, y la acariciara como si intentara retenerla. Pero no tuvo ningún efecto en el sabueso. Franny decidió ser más directa y bajar de la cama para sentarse sobre él y cruzar las patas cortas y rechonchas que quedaron colgando en el aire. Lo abrazó primero, sin acercar demasiado el cuerpo, y luego le acarició el hocico con la punta de una pezuña.

 
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