TRES AÑOS, SEIS MESES Y DOCE DÍAS
Mario sintió ganas de vomitar. Tenía el estómago hinchado desde
hacía varios días y presentía que algo malo le estaba sucediendo. Acercó su mano
disimuladamente hacia la boca, mientras el señor Mirón lo observaba con cierto
aire de desprecio.
La Asociación de Abogados Sonorense estaba regida por tres
mundanos carcamales: Santiago Montemayor era el de menor edad, quizá de unos
setenta y cinco años. Alfredo Quintana se asemejaba a un tubérculo arrugado,
octogenario y con muy mala leche. Por último estaba el anciano señor Mirón, un
perfecto hijo de puta al que le encantaba espiar a las secretarias a través de
un costoso circuito cerrado de televisión, el cual incluía un par de minúsculas
cámaras en los aseos femeninos.
Mario siempre había intuido que le asignarían al señor Mirón como
jefe inmediato. Era el precio que tenía que pagar. El señor Mirón nunca le
permitía hacerse cargo de los casos relevantes. Pequeños pleitos entre vecinos y alguna que otra demanda sin
importancia, constituían su pan de cada día. La profesión de abogado, había
dicho el señor Mirón, no es tarea fácil, y un buen letrado debe comenzar siempre
su carrera profesional con casos pequeños, que lo ayuden a fortalecer el
intelecto, para forjar así un carácter indestructible ante la sociedad a la que
representa.