La capital está envuelta en las penumbras vespertinas.
La nieve cae lentamente en gruesos copos, gira alrededor de los faroles
encendidos, se extiende, en fina, blanda capa, sobre los tejados, sobre los
lomos de los caballos, sobre los hombros humanos, sobre los sombreros.
El cochero Yona está todo blanco, como un aparecido.
Sentado en el pescante de su trineo, encorvado el cuerpo cuanto puede estarlo un
cuerpo humano, permanece inmóvil. Diríase que ni un alud de nieve
que le cayese encima le sacaría de su quietud.
Su caballo está también blanco e inmóvil.
Por su inmovilidad, por las líneas rígidas de su cuerpo, por la
tiesura de palos de sus patas, parece, aun mirado de cerca, un caballo de dulce
de los que se les compran a los chiquillos por un copec. Hállase sumido
en sus reflexiones: un hombre o un caballo, arrancados del trabajo campestre y
lanzados al infierno de una gran ciudad, como Yona y su caballo, están
siempre entregados a tristes pensamientos. Es demasiado grande la diferencia
entre la apacible vida rústica y la vida agitada, toda ruido y angustia,
de las ciudades relumbrantes de luces.
Hace mucho tiempo que Yona y su caballo permanecen
inmóviles. Han salido a la calle antes de almorzar; pero Yona no ha
ganado nada.
Las sombras se van adensando. La luz de los faroles se va
haciendo más intensa, más brillante. El ruido aumenta.