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Capítulo I

Despertó de repente, tenía la boca y la garganta seca. Deseaba tomar agua. Instintivamente estiró el brazo para agarrar el vaso que siempre dejaba en la mesa de luz, al costado de la cama, pero no logró alcanzarlo.
Giró lentamente, ahora intentando divisarlo en la penumbra, pero en lugar de eso se encontró con los números rojos de un reloj que indicaba las 2:37.
Se sintió confundida. Nunca habían tenido un despertador de esos nuevos, digitales, como los llamaban; en ese lugar siempre había estado su querido reloj cuadrado de agujas con las puntas fosforescentes, ese que se plegaba en tres partes formando una cajita y que permitía ser transportado de manera segura durante los viajes.
Intentando comprender miró hacia arriba, pero tampoco encontró la seguridad que buscaba y ante lo incierto la desesperación fue mayor. Donde debería estar su lámpara de bronce de cuatro velas divisó la forma de una lamparilla que colgaba del techo.
Sintió que se ahogaba ¿Dónde estaba? Estiró el brazo y tocó el bulto que formaba su marido debajo de la manta y fue un alivio instantáneo, semejante al que siente aquel que cae sorpresivamente en una piscina y –luego de tragar mucha agua–, descubre que hace pie.
Respiró y trató de recordar; la penumbra empezaba a aclararse y los contornos de la habitación a tener forma. Fijó la vista en la bombilla que colgaba del techo y también sus pensamientos se empezaron a aclarar. Esta no era su casa, era la casa de su hijo. Sabía que él los había llevado pero no podía precisar qué tan lejos estaban de su propia casa. Sólo podía recordar fragmentos de un viaje en automóvil, una ruta, ella mirando por la ventanilla, el paisaje que pasaba lentamente. Campo y más campo, una sensación de volver a su tierra aunque no lo fuera, y recuerdos aislados de su querida Galicia.
Y luego el pasto pasando a mucha velocidad convirtiéndose en una mancha verde y gris que se mezclaba con el borde del asfalto.
Volvió a ver la escalera del edificio en el que habían vivido los últimos cuarenta y pico de años. Y nada más... todo borroso. Una sensación de vértigo le recorrió el cuerpo: la habían bajado sentada en una silla entre su hijo y su nieto y cuando doblaron la escalera y miró hacia abajo la sensación de vacío hizo que se sujetara fuertemente del brazo de su nieto que le devolvió una sonrisa tranquilizadora. ¡Qué grande estaba! ¡Cómo había pasado el tiempo! Ya era un hombre. Ya podía cargarla él a ella. Ella que siempre había tenido la fuerza y la entereza de un roble pese a las várices y las llagas de sus piernas que la habían atormentado los últimos diez años. Ella que era capaz de cantarle las cuarenta a quien se lo mereciera, desde una mucama hasta el mismísimo Rey Carlos, si hubiera tenido oportunidad y necesidad de hacerlo.
¿Y qué era lo que había sucedido ahora? Tirada en la cama, muerta de sed y sin siquiera recordar cómo llegar hasta la cocina por un vaso con agua.
"¡Qué malo ser viejo!" –pensó.

 
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